capitulo 22

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CAPÍTULO XXII Quería espantar los recuerdos, pero sin el ruido de la Lili era todavía más difícil. Iba de Puebla a Tonanzintía, de la tumba de Carlos al jardín de mi casa, incapaz de nada mejor que Arráncame la vida Ángeles Mastretta 97 comerme las uñas, agradecer la compasión de mis amigas y pasar las tardes con Verania y Checo cuando volvían del colegio. Con los niños todo era dar y parecer contenta. Los llevaba a la feria, a subir un cerro o a buscar ajolotes en los charcos cerca de Mayorazgo para quitarme de la cabeza lo que no fuera un juego o una demanda fácil de resolver. A veces me proponía el gusto por ellos, me empeñaba en la ternura y el alboroto permanentes, pero mis hijos habían aprendido a no necesitarme y después de un tiempo de estar juntos no se sabía quién estaba teniéndole paciencia a quién. Cuando me sentaba en el jardín a chupar pedacitos de pasto con la cabeza casi metida entre las piernas en cuclillas, les daba pena acercarse, me dejaban sola y se iban lejos a buscar un pretexto para llamarme. La mujer de Atencingo se lo dio. Una tarde llegaron corriendo a decirme que ahí estaba una señora que vendía higos, que yo había dicho que se los compraría todos. La llevaron con todo y canasta hasta el rincón del jardín en el que yo estaba. Eran como las cinco de una tarde clara y así, parada bajo la luz con su canasta en el brazo, la cara como recién mojada y una sonrisa de dientes grandes, ella despedía seguridad y encanto. Se sentó junto a mí, puso la canasta en el suelo y empezó a platicarme como si fuéramos amigas y yo la hubiera estado esperando. En ningún momento se disculpó por interrumpir, preguntar si molestaba o detener sus palabras para ver si mi cara estaba de acuerdo en oírla. Se llamaba Carmela, por si yo no me acordaba, sus hijos tenían tantos y tantos años y su marido como ya me había dicho era el asesinado en el ingenio de Atencingo. Ella había juntado para ponerle a su tumba una cruz de mármol y lo visitaba para platicarle cómo iban las cosas en el trabajo y el campo. Porque yo no lo sabía pero a ella y a Fidel siempre les gustó pelear lo justo, por eso anduvieron con Lola, por eso ella entró al sindicato de la fábrica de Atlixco. Le regresó el odio cuando mataron a Medina y a Carlos, y no entendía que yo siguiera viviendo con el general Ascencio. Porque ella sabía, porque seguro que yo sabía, porque todos sabíamos quién era mi general. A no ser que yo quisiera, a no ser que yo hubiera pensando, a no ser que ahí me traía esas hojas de limón negro para mi dolor de cabeza y para otros dolores. El té de esas hojas daba fuerzas pero hacía costumbre, y había que tenerle cuidado porque tomado todos los días curaba de momento pero a la larga mataba. Ella sabía de una señora en su pueblo que se murió nomás de tomarlo un mes seguido, aunque los doctores nunca creyeron que hubiera sido por eso. Que se le paró el corazón, dijeron y ni supieron por qué, pero ella estaba segura que por las hojas había sido, porque así eran las hojas, buenas pero traicioneras. Me las llevaba porque oyó en la boda que me dolía la cabeza y por si se me ofrecían para otra cosa. Los higos ahí los dejaba para ver si me gustaban y ya se iba porque era tarde y luego no alcanzaba camión de regreso. Yo la oí hablar sin contestarle, a veces asintiendo con la cabeza, soltando las lágrimas cuando habló de Carlos como si lo conociera, mordiendo un higo tras otro mientras acababa de recomendar sus hierbas. No parecía esperar que yo dijera nada. Terminó de hablar, se levantó y se fue. Lucina entretuvo a los niños con un juego. Se les oía gritar sobre las palabras de Carmela, pero estuvieron alejados hasta que desapareció. Luego se acercaron a comer higos y a hacer preguntas. Se las contesté todas sin aburrirme y hablando de prisa, poseída por una euforia repentina y extraña. Después jugamos a rodar sobre el pasto y terminamos el día brincando en las camas y pegándonos con las almohadas. Me desconocí. Las otras hijas de Andrés oyeron nuestro relajo sorprendidas. Las dos que aún vivían en la casa de Puebla eran prácticamente unas extrañas. Marta tenía veinte años y un novio para el que bordaba sábanas y toallas, manteles y servilletas. Se casarían en cuanto él terminara la carrera y pudiera mantenerla sin pedirle a Andrés ni la bendición. Pasaban las tardes en el estudio. El alguna vez sería ingeniero, por lo pronto la que dibujaba los planos con tinta china era ella. Nunca peleamos Marta y yo, tampoco tuvimos mucho que ver una con otra. Cuando llegó a la casa ya no me necesitaba para amarrarse la cola de caballo, y supo siempre vivir sin hacer ruido y sin que nadie metiera ruido en su existencia. Hasta la fecha no la veo, se fue al rancho que le tocó heredar por Orizaba. El marido cambió la ingeniería por la agricultura y no salen casi nunca de ahí. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 98 Con Adriana, la gemela de Lilia, tampoco tenía yo mucho que ver. Nunca congenió con su hermana a la que consideraba una frívola espectacular, menos conmigo. Entró a la Acción Católica a escondidas de su papá y el único desafío que le conocí fue contarlo una noche a media cena como quien cuenta que trabaja en un burdel cuando todo el mundo piensa que está en misa. A nadie le importó su militancia: Andrés hasta pensó que le serviría de enlace con la mitra en caso de necesidad. La dejamos ir a la iglesia y vestirse como monja sin criticarla. No eran compañía Marta y Adriana, ni yo era compañía para Checo y Verania, así que volví a México. En la casa de Las Lomas vivía Andrés, al menos oficialmente, y Octavio con la dulce Marcela. No les perturbó mi llegada. Casi me consideraban la madrina de la boda que nunca tendrían. Busqué a la Bibi. Hacía apenas dos años que la mujer de Gómez Soto había tenido la generosidad de morirse y permitir que ella pasara de amante clandestina a digna esposa. El mismo día de la boda el general había puesto todas las casas a su nombre y dictado un testamento haciéndola su heredera universal. Todo corrió sobre miel en la nueva unión. Los recién casados fueron a Nueva York y después a Venecia, de modo que a la Bibi por fin le pegó un sol que no fuera el del jardín de su casa. Recorrieron el país en el tren que el general compró para poder visitar sus periódicos, ella lució por todas partes el aire internacional que tanto tiempo cultivó entre cuatro paredes. Un día llegó a mi casa muy temprano. Yo estaba en bata en el jardín. Me habían ido a dar pedicure, tenia los pies sopeando en una palangana y la cara sin pintar. Bibi entró corriendo, con zapatos bajos, pantalones y una blusa de cuadros, casi de hombre. Se veía linda, pero extrañísima. No recuerdo si me saludó, creo que lo primero que hizo fue preguntarme: —Catalina, ¿cómo hacías tú para querer a un hombre y vivir en casa de otro? —Ya no me acuerdo. —Ni que hubiera sido hace veinte años —dijo. —Parece que más. ¿Qué te pasa? Te ves rarísima —le contesté. —Me enamoré —dijo. Me enamoré. Me enamoré —repitió en distintos tonos, como si se lo dijera a sí misma. Me enamoré y ya no soporto al viejo pestilente con el que vivo. Pestilente, lépero, aburrido y sucio. Imagínate que trata sus negocios en el excusado, mete a la gente al baño del tren y ahí la hace contar sus asuntos. ¿Ahora qué hago yo casada con él? ¿Lo mato? Lo mato, Cati, porque yo no duermo con él una noche más. Estaba irreconocible, se había quitado los zapatos. Se sentó en el pasto y puso la planta de un pie contra la del otro, se palmeaba las rodillas cada tres palabras. —¿De quién te enamoraste? —De un torero colombiano. Llega mañana. Viene a verme y de paso a una gira. Nos conocimos en Madrid, una tarde que Odilón pasó hablando con un ministro del general Franco. Me quedé en un café y ahí llegó él: «me puedo sentar?», ya sabes. Hicimos el amor dos veces. —¿Y con dos veces te enamoraste? —Tiene un cuerpo divino. Parece adolescente. —¿Cuántos años tiene? —Veinticinco. —Le llevas diez. —Siete. —Es lo mismo. —Cati, si te vas a portar como mi mamá, ya me voy. —Perdón, ¿tiene buena nalga? —Buen todo. —Ya no me cuentes. ¿Quieres cambiar a tu general por un buen prepucio? ¿Tiene dinero para llenarte la alberca de flores? —Claro que no, pero estoy harta de albercas. Y él va a ser un torero famoso, es buenísimo. —Con veinticinco años si fuera a ser famoso ya lo sería. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 99 —Empezó tarde por culpa de sus padres. Tuvo que estudiar leyes antes de ser novillero, y por supuesto dejar Colombia. Creo que Colombia es como Puebla. —¿Sabe quién es tu marido? —Sabe que es dueño de periódicos. —¿Y qué? —dije. ¿Cómo le vas a hacer con Odilón? —No sé. No sabía qué hacer para mandarlo al demonio sin quedarme en la calle, pero ayer Odi fue a una de esas fiestas que hacen para medirse. Ya sabes, unas a las que llevan putas y se encueran todos para ver cuál es el mejor y quién tiene la pija más grande. La masajista me platicó que una clienta le había platicado. Fui de puta incógnita y lo vi ahí haciendo el ridículo, ¿qué otra cosa va a hacer? Eran casi puros viejos como él, tampoco creas que se miden con adolescentes, pero daban lástima. —¿Cómo entraste? —Me llevó la dueña que también es clienta de Raquel. —Bibi. Te estoy reconociendo. Yo creí que te habías vuelto pendeja para siempre. —¿Qué hago? ¿Qué se te ocurre? —Oféndete. Oféndete hasta las lágrimas. —Crees que soy tú. Yo no sé hacer teatro. —Escríbele una carta rompiendo por las razones que él sabe y lastiman tu pundonor. —¿Me la escribes? —Si esperas a que Trini acabe de cortarme los pies. Es una salvaje, te encuentra un pellejito en la uña del dedo gordo y de repente ya va con sus tijeras en la espinilla. —Va usted a ver, señora, ahora no le cuento el último chisme de doña Chofi —dijo Trini, que también iba con Chofi y le hacia de confidente. —Dirás que iba a estar muy bueno. Es más aburrida mi pobre comadre. Llevamos quince años tratando de agarrarle una buena historia y no pasamos de sus pleitos con el chofer y la cocinera. —De repente uno que otro con don Rodolfo —dijo Trini. —Esos son los más aburridos. Se pelean porque Chofi no cuelga los cuadros donde Fito le dice, o porque deja tirados los centenarios que le dan a él en sus juntas. Puras pendejadas. —Usted se lo pierde. Yo le iba a contar que el centenario ya apareció, que lo tenía el chofer y que cuando lo interrogaron dijo que la señora se lo había dado a cambio de un favor especial, pero que él era hombre de palabra y que no iba a decir cuál era el favor. —No. No te creo, Trinita. —Como le cuento. Don Rodolfo se puso furioso. Amenazó con sacar la pistola. —Pero no la sacó. —Ya iba, pero el chofer prometió confesar. —Mira la Chofi, pobrecita gorda. Haciendo sus buscas. —La hubiera usted visto. Le salió lo macha. Se puso las manos en la cintura, caminó hasta don Rodolfo, le quitó la pistola y dijo: Si te lo ha de decir alguien te lo digo yo. René me hizo favor de llevar a Zodíaco con el peluquero, a que le cortaran los pelos y lo bañaran, aunque tú te opongas porque dizque eso es de perros maricones. —Ya ves cómo hay dramas de verdad —dije. No como el tuyo, Bibi. Gran desafío enamorarse de un torero. Ven, te ayudo a redactar la carta. —Primero en sucio —dijo Bibi, porque se la quiero mandar en este papel que compré en Suiza y ya nada más me quedan una hoja y un sobre. —Qué más te da el papel. —Es que ya lo conozco, cuando no le conviene lo que digo me devuelve la carta en un sobre igual al que le mandé, lacrado y todo como si no lo hubiera abierto. —Escritos, Bibi, escritos —me dice yo veo muchos al día. Lo que quieras decirme de palabra estoy a tu disposición, tú mandas, mi amor —y se hace el que no leyó mis increpaciones. Por eso quiero este sobre del que ya sólo me queda uno y no hay en México. Si lo abre, y lo va a abrir, tiene que darse por enterado. —¿Qué ponemos entonces? —pregunté. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 100 —Pues eso, lo de la orgía en que lo vi. —Cuéntame bien cómo estuvo. ¿Cómo es que fuiste? —Raque me ayudó. Cuando regresé muy gorda de España lo primero que hice fue hablarle y en cuanto llegó, como me urgía contar le conté lo de Tirsillo y que me quería separar de Odi y todo. Entonces resultó que Raquel le da masajes a una señora que regentea una casa de ésas para medirse, ella le había contado a Raque que mi marido le contrató la casa para despedir de soltero al hermano del gobernador Benítez. Ya sabes, ¿no? —Si, claro. ¿A ese también le viste todo? —A todos les vi todo. Si, la Brusca se portó divina. Me disfrazó de puta enferma. Porque dice que siempre les gusta que haya atractivos caros. Inventó que tenía yo todo el cuerpo quemado y me vendó hasta la cara y desde las piernas, me sentó a media casa hecha una momia. Tuve que pasarme así todo el tiempo, apenas podía yo respirar. —Estás inventando. —Te lo juro. Llegaron todos juntos. Era su fiesta. Había mujeres pero no les hacían caso. Nada más estaban ahí como las copas. Yo fui la que más los atrajo. «Pobre putita y ahora de qué vas a vivir», me decían. Y yo muda nada más bajaba los ojos. Odilón no se fijó mucho en mi. Le dio coraje que me hubieran puesto en medio. —Llévense esta miseria que nada más lo entristece a uno —acabó diciendo mientras le sobaba las nalgas a una chiquita. A ver el novio, que enseñe el instrumento —ordenó. Que te lo enseñe a ti —dijo jalando de la mano a una güera y se la puso enfrente. La güerita, ¿tú crees que se amedrentó? —Enséñamelo, chulo —le dijo. Y el novio ahí mismito se quitó los pantalones. Todos aplaudieron. —A ver, que se lo pare, que se lo pare —gritaron. La güerita como quien bate un chocolate se puso a sobarle el pito. Muy bien. Tremendo chafalote, cuñado —dijo Victoriano Velázquez el hermano de la novia. —Tremendo tremendo —gritaron los demás. Parecían niños a la hora del recreo. —¿Y se encueraron todos? —Todos. Hasta mi pobre marido que ya está de dar pena. —¿Y tú viendo? ¡Qué maravilla! —Ni creas. Eran demasiados putos. Da emoción uno, pero no una bola de encuerados. Estaban ridículos. Se contoneaban. Se paraban cadera con cadera y a ver a quién le llegaba más lejos la cosa. Muy tondo todo. No vi en qué acabó porque Odilón se puso terco con que yo daba pena y obligó a la Brusca a sacarme de ahí. —¿Te sacaron? ¿Pero qué más viste? ¿Se cogen a las mujeres delante de los otros? —Hasta que yo estuve, no. Nada más las tienen ahí para darse ánimos. La cosa es entre ellos, la hacen para jugar ellos, para verse los pitos ellos, y ponen ahí a las mujeres para que no se vaya a pensar que son mariconadas lo que están haciendo. Eso me explicó la Brusca. Hazme la carta. —Bueno. ¿Qué es lo que quieres de Gómez? —La casa, las sirvientas, los choferes y dinero, mucho dinero —dijo y se puso a bailar cantando «en cuanto le vi yo me dije para mí: es mi hombre». —Entonces no pide mucha ciencia. Creo que debes ser breve, precisa y sustanciosa: «Odilón: yo era la putita herida del otro día. Quiero el divorcio y mucho dinero. Bibi.» —No. Necesito conmoverlo, notarme triste. Pero ando tan contenta que no me sale nada dramático. Por eso te vine a ver, tú eres experta en dramas, no me salgas con que lo único que puedes hacer son recados como los míos. —Yo creo que son los mejores. Seamos prácticas por una vez, Bibi. ¿Para qué gastar muchas palabras? —¿Ya te volviste práctica? —A buena hora. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 101 —No empieces con que quieres que reviva Carlos porque eso sí no se puede, Catín, acéptalo. —Lo acepto —dije poniéndome sombría. —Te lo suplico, no te vaya a entrar la lloradera. Esto urge. Nos pasamos la mañana tirando borradores: «Odi: tengo el alma destrozada.» «Odi: lo que vi me ha consternado de tal modo que no sé si lo que ahora siento por ti es odio o piedad.» «Odi: ¿cómo puedes buscar la felicidad en otra parte y herirme con un proceder tan indigno de ti?», etcétera. Por fin, para las dos de la tarde logramos una carta dolida y sobria. Bibi la pasó en limpio y se fue encantada. No la vi en tres días, al cuarto llegó a mi casa convertida otra vez en la señora Gómez Soto. Llevaba un sombrero de velito sobre la cara, traje sastre gris, medias oscuras y tacones altísimos. Nos sentamos a conversar en la sala para ir de acuerdo con su atuendo. Se levantó el velo, cruzó la pierna, encendió un cigarro y dijo muy solemne: —Por poco y me ven la cara de pendeja. Solté una risa. Ella soltó otra y después empezó a contar. El torero llegó la misma tarde en que ella le mandó la carta a su marido. Fue a recogerlo al aeropuerto y lo instaló en el Hotel Del Prado. No le gustó mucho que él trajera a una mujer joven con cara de gitana en calidad de su apoderado, pero tenía tantas ganas de coger que pidió un cuarto para cada quien y empujó al matador dentro de uno. Después quedó tan eufórica y agradecida que se puso a hablar del futuro y terminó describiendo los pasos que había dado para conseguir cuanto antes el divorcio. El torero no lo podía creer. La mujer de mundo en busca de un amante esporádico y alegre al que podría agradecer sus cortesías con varias notas desplegadas en el periódico deportivo del marido, se le había convertido en una enamorada adolescente dispuesta al matrimonio y al martirio. ¿Pelearse con el general? ¿Cómo se le ocurría a la ingenua Bibi que uno pudiera torear en las plazas de México sin el apoyo de la cadena de periódicos de su marido? Además, si ella quería divorciarse, él no quería, y el apoderado era su esposa. Con toda la dignidad de que pudo hacer acopio la Bibi se vistió y dejó el hotel. A pesar de su prisa tuvo tiempo para retirar de la gerencia su firma como aval de los gastos del torero. Llegó a su casa buscando desesperada a la sirvienta con quien había mandado la carta al cuarto de su marido. Por desgracia era una mujer tan eficaz que había llegado al extremo de entregar la carta en la propia mano del general. Bibi se encerró en su recámara a lamentar sin tregua el rapto de irresponsabilidad y cachondería que la había conducido a ese momento. Me odió por no haberla prevenido, por haberme hecho cómplice de su suicidio. No sabía qué hacer. Ni siquiera lloró, su tragedia no se prestaba a algo tan glamoroso y consolador como las lágrimas. Al día siguiente bajó a desayunar a la hora en que su marido acostumbraba hacerlo. Se encontró con el general simpático y apresurado bebiendo un jugo de naranja que alternaba con grandes bocados de huevo revuelto con chorizo. Cuando la vio aparecer se levantó, la ayudó a sentarse sugiriéndole que pidiera el mismo desayuno y se olvidara por una vez de las dietas y el huevo tibio. Ella aceptó comer chorizo en la mañana y hubiera aceptado cualquier cosa. No sabía si agradecerle al general que se hiciera el desenterado o si temblar imaginando los planes que él tendría guardados tras el disimulo. Optó por el agradecimiento. Nunca fue más dulce y bonita, nunca más sugerente. El desayuno terminó con la cancelación de una junta muy importante que el general tenía en su oficina, y con el regreso de ambos a la cama. En la noche tuvieron una cena en la embajada de Estados Unidos y al volver ella encontró sobre su tocador la carta sin abrir. ¿No la había visto su marido? ¿O de dónde había sacado un sobre igual si no quedaba otro en el país? Se durmió con las preguntas y abrazando el papel suizo, lacrado, con sus iniciales sobre el sello azul. Despertó a tiempo para organizar un romántico desayuno en el jardín cerca de la alberca. Cuando el general bajó, ella tenía puesto un delantal de organdí blanco y la sonrisa de esposa mezclada con ángel que tanto le había servido en la vida y de la que no quería separarse jamás. Cocinó el desayuno y lo sirvió. Después, con el mismo pudor que si se desnudara, se quitó el delantal y fue a sentarse junto al satisfecho general. Estaban terminando el café cuando llegó el asistente menudo y nervioso que iba siempre tras su marido recordándole compromisos y apuntando detalles. Bibi le preguntó si quería café y se lo sirvió mientras Gómez Soto iba al baño antes de salir. Se habían hecho amigos, a veces hacían chistes sobre las obsesiones del general. —Estás ojeroso —le dijo Bibi. —Todavía no me repongo del viajecito. Fui a Suiza y regresé en treinta horas. A comprar unos sobres, ¿me crees? —Para que no andes jugando con lo de comer —le dije cuando terminó su historia. —Después de todo, estuvo rico —me contestó. Si se te antoja dar una jugada, el martes Alonso Quijano estrena su película. Me pidió que te invitara. Lo consulté con la Palmita que siempre me pareció una mujer sensata y acabé yendo con ella. La película era malísima. Pero Quijano volvió a gustarme; tanto, que fui primero al coctel y después a su casa y de ahí a su cama sin detenerme siquiera a pensar en Andrés. Hasta que empezó a amanecer desperté medio asustada. Escribí en un papel: »Gracias por la acogida» y me fui. Llegué a la casa cuando el sol entraba apenas por los árboles del jardín. Igual a la mañana en que lo vi salir junto a Carlos. Estaba tan lejos y la recordaba como si fuera el mismo día. ¿Miedo a Andrés? ¿Miedo de qué? Entré a nuestro cuarto haciendo ruido, con ganas de que me notara. Tampoco había llegado. 

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