capitulo 17

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CAPÍTULO XVII Yo nunca vi a Andrés matar. Muchas veces oí tras la puerta su voz hablando de muerte. Sabía que mataba sin trabajos, pero no con su mano y su pistola, para eso tenía gente dispuesta a ganarse un lugar empezando por el principio. Hasta que anduve con Vives, nunca se me ocurrió temerle. Las cosas con las que lo desafiaba eran juegos que podían terminar en cuanto se volvieran peligrosos. Lo de Carlos no. Por eso me daba miedo su pistola. A veces en las noches despertaba temblando, suda y suda. Si nos habíamos acostado en la misma cama ya no me podía dormir, miraba a Andrés con la boca medio abierta, roncando, seguro de que junto a él dormía la misma boba con la que se casó, la misma eufórica un poco más vieja y menos dócil, pero la misma. Su misma Catalina para reírse de ella y hacerla cómplice, la misma que le adivinaba el pensamiento y no quería saber nada de sus negocios. Esos días, todas las cosas que había ido viendo desde que nos casamos se me amontonaron en el cuerpo de tal modo que una tarde me encontré con un nudo abajo de la nuca. Desde el cuello y hasta el principio de la espalda se me hizo una bola, una cosa tiesa como un solo nervio enorme que me dolía. Cuando se lo conté a la Bibi, me recetó ejercicio y unos masajes que de paso enflacaban las caderas. A ella la iba a ver la masajista porque ni de chiste Gómez Soto la dejaba salir a encuerarse fuera de su casa, aunque fuera para que la sobara otra mujer. Pero yo preferí ir a la casa de la colonia Cuauhtémoc, regenteada por una mujer sonriente, de piernas bellas subidas siempre en enormes tacones, en la que daban masajes y clases de gimnasia. Ahí me hice amiga de Andrea Palma, era muy chistosa, se quejaba porque no tenía nalgas la pobre. Cuando nos masajeaban en camas paralelas acabábamos platicando del tamaño de nuestras panzas y concluyendo que una mezcla de nuestros traseros hubiera hecho una mujer perfecta. —Con que no fueras tan envidiosa y Dios quisiera hacernos el favor —me dijo un día. —¿Hasta Dios quieres que te haga el favor, Andrea? No te basta con todos los hijos que pone a tu disposición. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 74 —Eres una envidiosa. Nada más porque te tienen oprimida. ¿Que se siente ser fiel? —Feo. —También ser infiel se siente feo. —Menos. —Te pusiste roja —gritó. Hasta el ombligo se te puso rojo. ¿Qué andarás haciendo? No me lo digas, capaz que tu marido me amenaza con cortarme la lengua si no le suelto el chisme. —Me dan envidia tus pechos —le dije, como si no la hubiera oído. —No te hagas pendeja, Catalina, cuéntame. —¿Qué te cuento? No me pasa nada. ¿Tú te atreverías a engañar a mi general Andrés Ascencio? —Yo no, pero tú sí. Si te atreves a dormir con él. ¿Por qué no a cualquier otra barbaridad? —Por esa barbaridad me mataría. —Como a la pobre que mató en Morelos —apuntó por su cuenta Raquel la masajista. —¿A quién mató en Morelos? —preguntó Andrea. —A una muchacha que era su amante y que un día lo recibió con el conque de que ya no —dijo Raquel. —Eso es mentira. Mi marido no anda matando señoras que se le resisten —dije yo. —A mí eso me contaron —dijo Raquel. —Pues no se crea todo lo que le cuenten —dije, bajándome de la camita de masajes para quitarme de sus manos sobándome. —Catina, no te pongas tonta —dijo Andrea. Creí que tenias más mundo. —Más mundo, más mundo. ¿Cómo quieres que me ponga? Me están diciendo que hace doce años vivo con Jack el destripador y quieres que me quede ahí acostada, ¿quieres que sonría como la Mona Lisa? ¿Qué quieres? —Quiero que pienses. —¿Que piense qué, que piense qué? —grité. Nuestra conversación privada se había hecho pública y las mujeres de las otras camas y sus masajistas habían detenido todo para mirarme ahí desnuda, con los ojos llorosos y la cara encendida, gritándole a Andrea. —Que te calles, primero —dijo ella bajito, que te subas a la cama, te acuestes, me sonrías, acabes tu masaje y saliendo de aquí te pongas a investigar quién es Andrés Ascencio. La obedecí. Su voz apresurada y sus ojos oscuros me fueron calmando. Estuve un rato callada, boca abajo, sintiendo como nunca de fuertes los pellizcos que Raquel me daba en las nalgas. —Que investigue por ejemplo, ¿qué? —dije. —Por ejemplo si es verdad o no lo que cuenta Raquel. —Pero, ¿cómo va a ser verdad, Andrea? Es una pendejada. Mi marido mata por negocios, no va por ahí matando mujeres que no se dejan coger. —Vaya, así te oyes mucho más inteligente. ¿Pero por qué no iba a hacer las dos cosas? —Porque no. —Muy razonable, porque no. Porque tú no quieres. Pues entonces no y ya. —Pues sí. No y ya —le dije. —Como quieras —me contestó con su media risa maligna. ¿Sigues a dieta? —No me cambies el tema. ¿Crees que soy tonta? —La que le puso punto final al asunto fuiste tú. No me eches la culpa de tus miedos —dijo, levantándose para seguir a Marta que la llamaba al temazcal. —¿Usted se va a meter al temazcal? —me preguntó Raquel. —¿Dónde oyó eso de la asesinada en Morelos? —le contesté. —Por ahí lo oí, señora, pero tiene usted razón, ha de ser una mentira. Arráncame la vida Ángeles Mastretta 75 Raquel se pintaba el pelo de güero rojizo, tenía los ojos chiquitos muy vivos y los labios delgados. Daba masajes con sus manos fuertes y pequeñas. Hablaba poco. Parecía estar para oír y callarse. Por eso me extrañó tanto que se hubiera metido en mi conversación con Andrea. ¿Y si de veras la mató?, me la pasé preguntándome mientras sudaba en el temazcal. —No me quiero morir —le dije a la Palma que estaba enfrente sacando la cabeza del cuadro de ladrillo en que lo encerraban a uno con una lona de hule sobre los hombros. Nos veíamos como monstruos de cuerpo cuadrado y cabeza sudorosa y chiquita. —Menos ahora que te estás poniendo tan guapa —me contestó. —Andrea, no es juego, no me quiero morir. —No te vas a morir, amiga, no seas tonta. Tú conoces mejor a tu marido que todas nosotras con todo y todos los chismes que hemos oído de él. Según tú no es un monstruo, ¿qué te preocupas entonces? Ni aunque lo anduvieras engañando te daría un tiro, ¿por qué otra cosa te lo ha de dar? —Por ninguna. No es un matón de cuarta. —Ya me convenciste querida, ¿ahora quieres que yo te convenza a ti de lo que me acabas de convencer? O ¿por qué me vienes con el lloriqueo de que no te quieres morir? Cada vez hablábamos más cerca. Nos habíamos salido de los temazcales y nos secábamos una frente a otra con las caras y las bocas tan próximas que a veces se rozaban. Andrea era preciosa. Así, sin pintura, sudando, ávida de mi chisme y acompañándome en el miedo que le iba yo pasando mientras le contaba todo, desde las escaleras de Bellas Artes y la cena en Prendes, hasta el día que conocí su casa y la fui haciendo mía. Todo: las caminatas por el zócalo, las meriendas, las tardes en el cine, las noches de concierto, las madrugadas corriendo a meterme en mi cama eufórica y aterrada. —¿Qué hago, Andrea? —le pregunté. —Por lo pronto, gimnasia dijo, y me dio un beso.

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