Victoria en la derrota.

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La guerra desgarraba Engram, miles de enjambres de escarabajos mecánicos alienígenas salían como una marea interminable de las necrópolis, Legionarios Astartes traidores de los Hijos de Horus disparaban sus armas contra ellos, mientras las naves de guerra bombardeaban cada cripta y sección de la necrópolis de forma sistemática. Antoninus observó el espectáculo de las explosiones desde lo alto de una fábrica en ruina, sin poder evitar sonreír, pues si alrededor de la capital de aquel mundo era una guerra a gran escala de formaciones y escaramuzas, en aquel lugar la locura se había desatado. Dementes siervos del Adeptus Mechanicus recorrían las calles cazando en busca de carne fresca y piel, escuadras de los Hijos de Horus masacraban sin piedad a los soldados y milicianos desesperados, el hedor a muerte y sangre derramada flotaba en el ambiente.  Aspiró ampliamente y saboreó aquel aroma, antes le habría asqueado aquel olor y el campo de muerte que era aquel mundo, ahora tras su posesión lo ansiaba y lo necesitaba como si fuera una droga adictiva. Se giró sobre sí mismo y miró hacia el centro de la ruinosa cuidad, las fuerzas de Horus cargaban ansiosas de matanza y de complacer a su señor contra el último foco organizado de defensa. Allí estaba a quienes debía salvar, a sus nuevos hermanos y su odiada señora Trajana. Alzó su puño derecho y lo llevó hacia delante, dando la orden de avanzar a los Malditos de Malal, que saltaron del tejado de la fábrica a la vorágine de las caóticas calles en busca de su objetivo, como mastines cazadores en busca de una presa se dejaron llevar por las mareas de la matanza, abriéndose paso inexorablemente hacia el edificio derrumbando de la Prefectura.

Horus gruñó furioso, sus guerreros habían sido rechazados por la ferocidad de unas pocas docenas de Astartes sin afiliación y un montón de chusma humana. Sabía que podría borrarlos del mapa con fuego sostenido de artillería, pero al hacerlo se arriesgaba a que la reliquia que buscaba se destruyera o dañará por las explosiones. Frunciendo el ceño alzó a Rompemundos y dio la orden de atacar nuevamente, esta vez él mismo rompería en persona este punto muerto del combate. Avanzó rodeado de los Exterminadores de la Justerin y con Abaddon a su lado, mientras el resto de legionarios se lanzaba a carrera contra las posiciones defensivas bajo el fuego sostenido de ráfagas láser y disparos de bólter.  Trajana maldijo en voz baja, era el cuarto asalto que hacían contra sus posiciones, empezaba a faltar munición y en cada asalto perdía más guerreros, sabiendo que era cuestión de tiempo el caer bajo las garras de Horus. Su hacha del Pánico se agitaba en su mano ansiosa y la tensión se podía cortar con un cuchillo para mantequilla, había intentado escapar a través de las sombras y la Disformidad, pero un muro invisible parecía bloquear su poder para escapar de aquella trampa. Sabía lo que debía hacer, si quería sobrevivir debía usar todos sus recursos y poderes, no tener reparos en sacrificar hasta el último guerrero y reclamar la cabeza del Señor de la Guerra Horus Lupercal.

-¡Guerreros! -rugió Trajana, caminando entre los parapetos de los defensores atrincherados, que veían aterrados como el tsunami acorazado de legionarios corría para abalanzarse sobre ellos. -No lucháis ya por proteger vuestro mundo y  las vidas que lo habitan, lucháis por venganza y por lo que habéis perdido -cada palabra que decía estaba destinada únicamente a explotar el odio de los allí reunidos y su sed de venganza. -Esta es vuestra oportunidad para vengaros, para matar a aquellos que han arruinado vuestra vida y que estaban destinados a protegeros, pero que os han arrebatado todo con su traición -se posicionó junto a Dorak y sus guerreros, absorbiendo cada ápice de odio y sed de venganza de los que la rodeaban. -¡Vengad a vuestras familias! ¡Vengaros de aquellos que os lo han robado todo! ¡Muerte a Horus!

Un rugido de odio salió de las gargantas de los defensores, que dispararon presas de un frenesí demente contra los enemigos que corrían contra ellos. Trajana sintió las mareas disformes arremolinarse a su alrededor y centenares de voces susurrar en su mente rogando que las liberase, una sonrisa apareció en su pálido rostro oculto por el casco. Los atacantes ya estaban a trescientos metros, era el momento adecuado de actuar y liberar una desagradable sorpresa para el arrogante Señor de la Guerra. Trajana cerró los ojos y se concentró, alzó su hacha hacia las filas de legionarios que iban a su encuentro y su sombra se expandió por todos los parapetos como una mancha de brea negra, extendiéndose más y más, buscando el contacto con los enemigos que cargaban hacia las posiciones defensivas. Miles de zarcillos negros se enroscaron en las botas y perneras de los Hijos de Horus, deteniendo su avance en seco y de la oscuridad sombría salieron pálidas figuras que tomaron consistencia. Sus cabezas eran lobunas y sus dientes eran colmillos de tiburón, cuatro rojos brillaban con malicia en sus rostros, sus cuerpos humanoides estaban marcados de músculos duros como cables de acero y cubiertos por una piel pálida, su pelaje tenía un tono ceniciento y sus manos estaban rematadas en garras. Los demonios de Malal se abalanzaron sobre los legionarios de los Hijos de Horus, llenos de odio y sed de venganza contra aquellos que habían sido elegidos por los Cuatro para ser sus peones en la realidad.

La senda del OdioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora