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Cuando Katsuki despertó, la mañana después de finalizar su primer celo como omega, se sintió cansado y confundido. Todo su cuerpo dolía, especialmente sus caderas, tenía hambre y mucha sed y la combinación de aromas de feromonas de alfa, omega en celo, semen y lubricante natural que inundaba el lugar le picaba la nariz, aunque también le daba una idea de lo que había pasado. Quizás se había emborrachado de nuevo y había follado con sus seis omegas hasta quedarse dormido.

Sí, eso era lo más probable, aunque no podía asegurarlo. Sus recuerdos sobre lo sucedido eran confusos, y estúpidos según él, ya que en ningún maldito mundo su hermano podría haberlo traicionado y viola...hecho todas esas repugnantes cosas que sus memorias le mostraban. Gogo era su hermanito, su única familia, él nunca le haría algo así.

¿Verdad?

Sin embargo, bastó una sola mirada a todo el lugar para desengañarse. Katsuki perdió el aliento y se puso tan pálido como el mármol al darse cuenta de que se encontraba en la recámara del Rey, en su cama, húmeda por todos lo fluidos que había segregado los días anteriores, con el cuerpo cubierto de mordidas y moretones, y los muslos manchados de sangre y semen que le revolvieron el estómago. Empezó a temblar sin control y liberar sus feromonas, ahora más dulces e intensas que, en ese momento, se agriaron ante el terror y la vergüenza que lo embargó.

Tragó saliva en un intento por disolver el nudo en su garganta y tocó con su temblorosa mano los fluidos que manchaban sus muslos, notando que aún estaban frescos, señal de que Gogo lo había dejado hace poco. Notó entonces sus muñecas amoratadas y las marcas moradas de dedos en sus caderas y piernas. El pánico se apoderó de él, sus ojos se humedecieron sin que pudiera evitarlo, dándose que cuenta de que todos esos recuerdos que él había tirado de sueños estúpidos, fueron reales. Gogo, Momo, esos malditos elfos...

Todo fue real.

Cerró los ojos y ahogó un sollozó cubriendo sus labios. Su corazón dolía tanto que juraba que estaba siéndole arrancado, mientras en su cabeza se repetía sin parar la misma pregunta. '¿Por qué, hermano?'. No lo entendía, no sabía qué había hecho para merecer esto, pero no dejaría que Gogo saliera impune. Así fuese su hermanito menor, aquel al que juró proteger cuando su madre murió, con quien jugaba cuando eran niños y quien corría detrás de él junto a cierto omega de ojos verdes, debía pagar lo que hizo.

Pero debía ser rápido, Gogo probablemente ya había salido del reino para ese momento.

Con eso en mente, jaló las sábanas sucias y las envolvió alrededor de su cuerpo, intentando inútilmente cubrir su cuerpo ultrajado, para luego hacer el esfuerzo de llegar al borde de la cama y bajar las piernas.

El cuerpo le dolía, las mordidas ardían como fuego en su piel y la fiebre del pasado celo lo hacía sentirse mareado y con un fuerte dolor de cabeza, pero aún así, decidido a no dejarse vencer, se puso de pie sobre piernas tan temblorosas que casi lo hacen caer al suelo si no se hubiese sostenido del soporte del docel. Casi al instante un hilillo de semen comenzó a deslizarse por sus muslos bajo la sábana, avergonzándolo tanto que trabó los dientes.

"¡Maldito seas, Gogo!"

Furioso y humillado, Katsuki intentó avanzar hacia la puerta, pero no había dado ni el primer paso cuando ésta se abrió de forma estrepitosa dejando entrar a varios de sus guardias que lo miraron como si fuera la cosa más repugnante y despreciable del mundo.

Claro, ahora era un omega.

Pero el cenizo no tuvo tiempo de reclamar o lamentarse por eso, pues, para su desconcierto, fue brutalmente sujetado del brazo por uno de ellos y arrastrado fuera de su recámara y por los pasillos de su frío palacio de piedra hacia el Salón del Consejo. Katsuki chilló adolorido y forcejeó exigiendo que lo soltaran, alegando ser aún su rey y recordándoles su juramento de obediencia, pero cuanto más luchaba más se daba cuenta de la enorme diferencia entre alfas y omegas, pues antes no le habría sido difícil deshacerse del agarre y partirle la cara al alfa, ahora ni siquiera tenía la fuerza para apartar su mano de su brazo, cuyo apretón se hacía más fuerte cada que mencionaba ser su rey.

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