V La última campana en pie

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Poco a poco las luces del crepúsculo se oscurecían, dejando brillar a las estrellas en solitario. Ya casi era de noche.

Con ella llegó el frio aturdidor, al que ya estaban acostumbrados los aldeanos. Allí, en el pueblo sobre el lago, tan cerca de la zona de maná cuantiosa, era lo normal. Las farolas mágicas se encendieron, otorgándole a las calles un aspecto cálido que reconfortaba a los pescadores que caminaban a casa, a las madres que hacían fila para entrar a la panadería y a los niños que corrían en la plaza. Juagaban a lanzar monedas a la fuente debajo de la estatua de Lucifer. Una niña de cabellos dorados perseguía a otros dos mocosos porque le habían robado su moneda. La moneda de oro que su mamá, que hacía fila para el pan, le había dado por portarse bien mientras papá no estaba en casa. Hacía mucho que papá no llegaba a casa y necesitaba la moneda para pedirle a Lucifer que, por favor, le regresara a su padre de donde quiera que estuviera. Pero durante la persecución, el aire frio le irritó la garganta, haciéndole imposible llevar aire a sus pulmones. Con las manos en las rodillas y tratando de gritar algo intangible, maldijo a los niños ladrones. «Ojalá Lucifer, estrella de la mañana, los atormente» pensó, sin saber que el hambre y la pobreza en la que vivían aquellos niños contaba como su penitencia. La niña regresó a los pies de Lucifer a rezar por su padre, perdida la ofrenda mas no la fe.

Ahí, con las palmas de las manos juntas y los ojos cerrados, la dulce niña sintió el roce de un viento caliente en el rostro, antes de escuchar los truenos. Una tormenta estaba próxima, aunque por la tarde el cielo estuvo despejado. Tenía que terminar su oración pronto y regresar con su madre antes de que el aguacero les cayera encima, si tan solo los gritos de los niños que jugaban cerca de ella la dejaran concentrarse en sus palabras.

― ¡Una estrella fugaz!, ¡una estrella fugaz! ―Gritaban a coro.

―Venganza para mí, para mis padres, para mi sangre ―terminó la oración a toda prisa y abrió los ojos, alzando su rostro al cielo. ¡Una estrella fugaz! ¿Dónde?...

Ella había visto un montón de estrellas fugaces, su papá le había enseñado a distinguirlas en el cielo. Por eso en cuanto vio la esfera de luz que los demás niños emocionados apuntaban con los dedos, dio un paso atrás, asustada. Las estrellas fugaces no producían el ruido de una tormenta ni cubrían las estrellas cercanas a su paso. Eso no era una estrella fugaz. El agua de la fuente se agitó, los árboles se tambalearon al retumbar del suelo. ¿Qué podía ser aquello? Nada bueno, pensó, corriendo al encuentro con su madre. Los demás niños la siguieron, asustados por los truenos cada vez más fuertes. Afuera de la panadería, las mujeres intercambiaban miradas, molestas por la tormenta que no previeron. Pocas de ellas, las que tenían cosas más importantes qué hacer en casa, como quitar del tendedero la ropa o apartar la cacerola del fuego, regresaron a sus casas a paso rápido, aunque tranquilas. Como madres experimentadas, una simple lluvia no las alteraba, o al menos no como a sus hijos.

La niña de cabellos dorados alcanzó a su madre.

―Vámonos, mamá ―dijo entre jadeos.

En cualquier otro día, la madre le habría contestado que lo que se aproximaba era una simple lluvia de las que llegaban con el verano, que era más importante comprar el pan porque no había en casa nada que cenar, sólo un poco de sopa, y estuvo a punto de contestarle eso a su hija, pero entonces la luna se descubrió detrás de las nubes, reflejando su luz blanquecina sobre la tormenta que no era tormenta; ninguna nube se podía mover tan rápido, y ninguna podía reflejar el brillo de la luna como un espejo.

Aterrada, la madre cargó a la hija en un intento de huida. Las demás madres hicieron lo mismo, y las que tenían hijos demasiado grandes para ser cargados los jaloneaban, apurándolos, y las más jóvenes que no tenían hijos, solo maridos que alimentar, corrieron más veloces que las demás. Así el caos comenzó: una multitud de mujeres y niños que corrían hacia lugar seguro, dejando hogazas de pan  en el suelo tras de sí.

Asta x Noelle: El precio del primer besoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora