Capítulo 2 La felicidad es un problema

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Hace unos 2 500 años, en las colinas del Himalaya, donde hoy se encuentra Nepal, vivió en un gran palacio un rey cuyo hijo estaba por nacer. Cuando llegara al mundo, el monarca había decidido hacerle la vida perfecta. El niño jamás conocería un momento de sufrimiento; cada necesidad, cada deseo siempre sería satisfecho.

El rey mandó erigir altos muros alrededor del palacio para evitar que el príncipe jamás conociera el mundo exterior. Al pequeño lo malcriaron; le prodigaron comida y regalos, lo rodearon de sirvientes que cumplían hasta el más mínimo de sus caprichos. Y justo como estaba planeado, el chico creció ignorando las crueldades propias de la existencia humana.

Así transcurrió la infancia del príncipe. Sin embargo, a pesar de del interminable lujo y la opulencia, el heredero se convirtió en un joven más bien frustrado. Pronto cualquier experiencia comenzó a parecerle vacía y sin valor. El problema era que, sin importar cuánta riqueza le diera su padre, nunca sería suficiente, nunca significaba algo para él.

Una noche, el príncipe se escabulló del palacio para ver qué había más allá de sus muros. Le ordenó a un sirviente que lo llevara a la villa cercana, y lo que vio ahí, lo horrorizó.

Por primera vez en su vida notó el sufrimiento humano. Miró gente enferma, gente vieja, gente sin hogar, gente con dolor, incluso gente en agonía.

El príncipe regresó al palacio y experimentó una crisis existencial. Sin saber cómo procesar lo que había vivenciado, se tornó insoportable y se quejaba de todo. Y como es típico en los jóvenes, terminó por culpar a su padre de las mismas cosas que éste había tratado de hacer por él. Toda esa vida de riqueza - pensaba el príncipe-, lo había hecho tan miserable, le robó el sentido a su vida. Decidió huir.

Pero él se parecía a su padre más de lo que creía. Él también tenía grandes

ideas: no sólo huiría, sino que renunciaría a la nobleza, a su familia y a todas sus posesiones; viviría en las calles, dormiría en la tierra como un animal. En esa nueva vida, se mataría de hambre, se torturaría y mendigaría migajas de comida a los extraños por el resto de su existencia.

La siguiente noche, el príncipe volvió a escabullirse del palacio, esta vez para no volver. Durante años vivió con un mendigo, una escoria de la sociedad, marginado y olvidado; un excremento de perro embarrada en fondo del tótem social. Y tal como lo había planeado, sufrió enormidades. Padeció enfermedad, hambre, dolor, soledad y decadencia. Encaró incluso a la misma muerte, a menudo limitado a comer sólo una nuez al día.

Así transcurrieron algunos años. Luego otros más y después . . . no sucedió nada. El príncipe empezó a darse cuenta de que su vida de sufrimiento no era tan buena como había imaginado. No le aportaba la introspección que deseaba, ni le revelaba algún profundo misterio del mundo ni su propósito último.

De hecho, él sólo pudo descubrir lo que el resto de nosotros ha sabido desde siempre: que el sufrimiento es terrible. Y que no necesariamente es significativo. Como le sucedió en su época de riqueza, el príncipe tampoco encontró el valor del sufrimiento cuando sufrir no tiene un propósito. Tristemente, llegó a la conclusión de que su gran idea, al igual que la de su padre, había sido muy mala y que quizá debería emprender algo distinto.

Confundido por completo, el heredero del rey decidió ir a sentarse a la sombra de un gran árbol, a las orillas de un río. Su nuevo plan consistía en permanecer ahí hasta que se le ocurriera otra gran idea. Según la leyenda, nuestro desconcertado personaje se quedó sentado por 49 días. No nos detendremos a reflexionar en la posibilidad biológica de durar 49 días sentado en el mismo lugar, pero digamos que en ese lapso el príncipe discernió varios asuntos con profundidad.

El sutil arte de que te importe un carajo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora