En 2008 reuní todas mis posesiones, las vendí o las almacené, dejé mi departamento y me puse en camino hacia Latinoamérica. Para ese momento, mi pequeño blog de consejos de ligue ya estaba atrayendo adeptos y conseguí ganar una modesta cifra de dinero al vender mis contenidos en documentos pdf y cursos en línea. Planeaba dedicarme los siguientes años a vivir en el extranjero, conociendo nuevas culturas y aprovechando el menor costo de vida que prevalece en algunos países en desarrollo en Asia y Latinoamérica para acrecentar mi negocio. Era el sueño de nómada digital, y como buen veinteañero en busca de aventuras, representaba exactamente lo que quería de la vida.
Pero tan sensual y heroico como sonaba mi plan, no todos los valores que impulsaban mi estilo de vida nómada eran buenos. Tenía algunos admirables como mi sed por conocer el mundo, la curiosidad por su gente y su cultura, y unas legítimas ganas de buscar aventura. Pero también existía un esbozo de culpa debajo de todo lo demás. En ese momento casi no era consciente de ello, pero sí muy honesto conmigo mismo, sabía que había algún valor equivocado rondando cerca de la superficie. No lo podía ver, pero en los momentos de quietud, cuando actuaba con honestidad, lo podía sentir.
Adicional a la creencia de sentirme con derecho a todo durante mis veinte, la etapa verdaderamente traumática de mi adolescencia me dejó un lindo paquete de problemas con el compromiso. Pasé los últimos años sobrecompensando la sensación de insuficiencia y ansiedad social de mi etapa adolescente y como resultado consideraba que podía conocer a quien yo quisiera, ser amigo de quien yo quisiera, amar a quien yo quisiera, tener sexo con quien yo quisiera . . . Así que, ¿para qué comprometerme con una sola persona, o incluso con un único grupo social, una sola ciudad, un país o una cultura? Si podía experimentar cualquier cosa por igual, entonces debería experimentarlas del mismo modo,
¿no?
Armado con este sentimiento grandioso de conectividad con el mundo, iba de un lado a otro entre países y océanos, en un juego de ping-pong que duró más de cinco años. Visité 55 naciones, hice decenas de amigos y me encontré en los brazos de un buen número de amantes, amigos que pronto fueron reemplazados y amantes que olvidé durante el vuelo hacia el siguiente destino.
Era una vida extraña, repleta de experiencias fantásticas y que me abrieron el horizonte, pero también de bienestares efímeros diseñados para adormecer el dolor que subyacía. Se sentía tan profundo y tan poco significativo al mismo tiempo, y aún me lo sigue pareciendo. Algunas lecciones más grandes de vida y momentos que definieron mi carácter sucedieron durante este periodo; pero algunos de mis más grandes desperdicios de tiempo y energía también ocurrieron durante la misma etapa.
Ahora vivo en Nueva York. Tengo una casa bien amueblada, una renta mensual de electricidad y una esposa. Nada de eso es en especial glamoroso o emocionante. Y me gusta que sea así, porque después de años de emociones, la lección más grande que aprendí de mis aventuras fue la siguiente: la libertad absoluta, en sí misma, no significa nada.
La libertad te brinda la oportunidad de un significado mayor, pero en sí misma no hay nada necesariamente significativo sobre ella. Total, la única forma de encontrar un significado y un sentido de importancia en la propia vida es a través del rechazo de alternativas, una reducción de la libertad, comprometerse a un sólo lugar, a una creencia o (¡gulp!) a una persona.
Esta toma de conciencia la adquirí lentamente durante mis años de viajero. Como con la mayoría de los excesos en la vida, tienes que ahogarte en ellos para darte cuenta de que no te hacen feliz. Así me pasó al viajar. Conforme me ahogaba en el país 53, 54 y 55, comencé a entender que, aunque todas mis experiencias resultaron emocionantes y fenomenales, pocas tendrían un significado duradero. Mientras que mis amigos en Estados Unidos comenzaban a casarse, a comprar casas y a dedicar su tiempo a relaciones interesantes o temas políticos, yo flotaba de un bienestar efímero a otro.
ESTÁS LEYENDO
El sutil arte de que te importe un carajo
ŞiirUn enfoque disruptivo para vivir una buena vida