IV

57 4 11
                                    

Los días caían como las hojas de otoño, en aquella novedosa rutina a la que ahora hacía frente. La entrada del frío no era excusa válida para postergar las duras sesiones de ejercicio físico que eran la rutina ahora que Elizabeta le había dado carta blanca para entrar en la selecta organización de cazadores de monstruos, compuesta por lo que venía siendo ella misma y los ya fallecidos Héderváry que la precedieron. Obviamente ella era la jefaza de toda esa empresa y era algo que no se podía permitir ni cuestionar. No dejaba que se olvidara que aquello era un acto de suma generosidad de su parte y que debía sentirse agradecido de tener tan siquiera la oportunidad.

Ya, bueno, agradecido. Sí, Eliza le había salvado la vida. Sí, sin ella ahora mismo sería un sin vida, en ambos sentidos. Sí, tener un techo y comida, en sus circunstancias, era algo que reconocer como un auténtico regalo que a duras penas merecía. Sí, convertirse en cazador de monstruos era lo que quería, lo que ahora mismo más deseaba. Pero tampoco había que pasarse y olvidar el resto. Al fin y al cabo, ella le estaba sometiendo a un más-que-sólo-estricto régimen de entrenamiento que catalogaba como "de urgencia". Y por muy resistente que él fuera o por mucha fuerza que ahora mismo tuviera, conseguía hacerle volver a su habitación sudando como un cochino a punto de ser degollado y con la lengua fuera como el perro acalorado, sin más deseo que dejarse caer encima de la cama y no volver a levantarse de ella hasta que dejara de dolerle cada pequeña y recóndita parte de su cuerpo.

No apenas unas seis míseras horas más tarde.

Todos los días comenzaban incluso antes que cualquier gallo cacareara el comienzo de un nuevo día. Se vestía y salía afuera a emprender una larga marcha de un par de horas de duración. Elizabeta decía que tenía las piernas muy débiles y que debía correr para ejercitarlas adecuadamente. Por mucho que las mirara, Gilbert pensaba que sus piernas estaban perfectas y proporcionadas y que de "patillas de pollo" como ella las describía no tenía nada, pero como tampoco tenía la opción siquiera de replicar si no quería acabar fuera, simplemente callaba y asentía a todo aquello. Al fin y al cabo, debía admitir que aquella era la mejor parte de la mañana, en la que el frío crepuscular y el sonido del despertar de los pájaros cantores le amenizaban la marcha. Cuando volvía al castillo, le esperaba el copioso desayuno que Eliza había preparado en su ausencia y posteriormente, una horrenda, horrenda mañana de tediosas, aburridas e interminables explicaciones teóricas que a Gilbert le interesaban bien poco y en las que sentía cansando y con una imperiosa necesidad de dormitar (un comportamiento que rápidamente Eliza corregía con un buen librazo en la cabeza). Y eso por no hablar del bochornoso momento de la mañana en el que tocaban sus clases de lectura y escritura. Maldecía una y otra y otra vez el momento en el que abandonó los estudios -aunque más bien maldecía el momento en el que Elizabeta se enteró que era analfabeto- mientras la chica, exasperada y mandona como sólo ella sabía ser, trataba de hacerle entrar en su ya dura cabeza de casi adulto, al ritmo de "vamos no es tan difícil", amenizado con algún "eres idiota profundo" y asegurando cada vez que podía que esos eran conceptos "que cualquier criajo aprende en un momento". Sobra decir que esas mañanas, si no eran ya de por sí interminables por naturaleza, más se hacían entre discusiones y gritos y vejaciones y peleas y más librazos. Tras tanta riña y cansancio mental incomparable al físico, tenían una tensa comida donde los tenedores y los cuchillos parecían tener demasiado peligro para estar encima de una mesa, pero que, a su vez, servía para calmarlos. Una vez acababan de comer, comenzaba el verdadero entrenamiento (¿a quién le importaba los hábitos alimenticios de los chupacabras o las condiciones en las que gritan las banshee por el amor de Dios?). Y aunque prefiriera como unas, a saber, mil millones de veces eso, no es que fuera un camino de rosas ni nada por el estilo. En absoluto.

El entrenamiento físico consistía en cerca de seis horas de puro ejercicio sin apenas pausas en varias disciplinas por día, más otras dos de entrenamiento nocturno tras la cena. Él sabía desde el primer momento que tendría que dar lo mejor de sí para estar a la altura de un trabajo que exigía tanto rendimiento físico de una manera, además, tan explosiva. Pero había días en los que pensaba que todo eso erademasiado. No era capaz de recordar lo que era el pasar un día sin sentir un dolor lacerante en alguna parte y ya había tenido que aguantar tantos dolores, pinchazos, espasmos y desgarros musculares que el día que no le ocurría se sentía extraño. Sí, sabía que aquella chiquilla que apenas le llegaba a la barbilla era una mandona, pero más allá de eso, tras esos ojitos profundamente verdes suyos, se escondía una fiera instructora de métodos espartanos y férreos que no permitía ni un solo error ni un segundo perdido. No tenía mucho donde quejarse en las prácticas de armamento: al fin y al cabo él ya era cazador, así que tenía bastante manejo con armas de corta y larga distancia. Sólo necesitaba unas cuantas instrucciones básicas cuando Eliza le prestaba alguna nueva arma de su extenso arsenal familiar, alguna que otra lección y consejo a la hora de usar las espadas y tal vez algo más de entrenamiento con armas de media distancia. Por pretencioso que pudiera sonar, tenía una puntería asombrosa y una habilidad con los cuchillos sublime así que todo eso lo llevaba extraordinariamente bien. Lo que no llevaba nada, pero que nada bien, era todo ese tema de los ganchos y el equilibrio. Se empeñaba en decirle, cientos de veces, que era imprescindible que supiera usarlos, pero él no estaba especialmente interesado en algo que le mantuviera los pies alejados del suelo. Poco a poco es verdad que lo iba dominando -ya, al menos, no vomitaba- pero seguía sin alcanzar al nivel que ella le exigía. Aún no sabía cómo ella conseguía hacer las virguerías que hacía en las alturas cuando él, cada vez que se levantaba apenas unos palmos del suelo, acababa perdiendo el equilibrio y golpeándose contra algo (llevaba ya unos cuantos golpes serios en la cabeza que le habían quitado gran parte de la capacidad para entender sus malditas clases de lectura), aunque había que tomar en consideración que, tras tomarse unos minutos para erguirse y aunar la fuerza de voluntad necesaria, se las ingeniaba para trepar cuerda arriba hasta donde ella le había marcado. Pero seguía sin verle el encanto a aquello, por mucho que se lo propusiera.

Jäger [CANCELADO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora