VIII

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-No me puedo creer que me hayas hecho esto -simplemente rezongó, mirándole como quien mira a quien testifica en contra en un juicio, al amigo traidor.

No se molestó ni siquiera en responder. No iba a entrar en su juego, no iba a caer en la trampa que abiertamente le estaba tendiendo para que empezaran a discutir, no delante de él. Iba a respirar hondo, iba a relajarse, iba a mirarla con desdén e iba a, simplemente, mirar a otro lado. Al menos en teoría, pues acabó siendo un bufido entrecortado más cargado de rabia contenida que de deseos de calmarse, una orden de tensión a sus músculos que se crisparon, uñas clavándose en sus palmas y apretando tanto las riendas que se le marcaron tendones, una mirada furiosa y hostil que le temblaba del coraje que le daba el tener que callarse y una violenta sacudida de cuello que casi le hizo daño en su aún dolorido cuerpo. Controlarse nunca fue su fuerte, y morderse la lengua y obviar el conflicto, aún menos. Pero debía hacerlo, por difícil que fuese, porque no pensaba permitir que Ludwig despertara de ese plácido sueño que estaba teniendo en sus brazos, y aún menos por culpa de una inútil discusión sobre su persona.

Daba igual lo que Elizabeta pudiera pensar o decir al respecto, lo mucho que le molestara, la bilis que estuviera dispuesta a soltar discutiendo por ello, él no daría jamás su brazo a torcer. Nada del mundo haría que abandonara a aquel chico de melena rubia y ojos azules que ahora llamaba hermano a su suerte.

Ni siquiera el hecho de que fuera un hombre lobo como aquel que les ordenaron matar.

Ella temblaba también de rabia, pero acabó por gruñir entre dientes y abandonar, por ahora, la disputa. Enrolló las riendas de Árpád varias veces en su palma y siguió caminando al lado de su herido animal, haciendo caso omiso de la presencia del chico.

El camino de vuelta a casa era largo, y ambos sabían que el silencio sólo lo haría más tedioso si cabe, pero coincidieron, sin decir palabra alguna, en que era mejor un viaje eterno que una discusión eterna.

***


Cuando abrió los ojos, pestañeando mucho por tantas horas de descanso, se había encontrado con un paisaje totalmente distinto al que había dejado atrás cuando los cerró, inducido por la seguridad que le daba estar en los brazos de su hermano. Los oscuros bosques y casas antiguas de madera se habían transformado en altos edificios claros y calles llenas de gente y de caballos que iban y venían, de una amplitud que le resultaba abrumadora. Asustado, se apretó más contra aquel pecho cálido, asiendo con la poca fuerza que tenía las ropas de cuero en sus puños crispados. No tardó en posarse sobre su cabeza una mano, que le atusó el pelo. Levantó la mirada y se topó con aquellos ojos rojizos mirándole con ternura desde arriba. Mimetizó aquella pequeña sonrisa que le dedicó y asintió un poco, antes de dejarse de nuevo apoyar contra aquel pecho cálido y protector, observando, curioso, a su alrededor.

Era ya media tarde cuando llegaron a aquel lugar que desconocía. Entraron en una posada y, aunque reticente, tuvo que bajar del caballo y soltarse del abrazo, pero procuró quedarse pegado a su pierna y caminar a su par. La chica que les acompañaba, que no pareció dejar un momento una mueca muy intimidante de disgusto, se aseguró primero de que los caballos comían y bebían, y luego pasaron a hacerlo ellos. Los dos estaban verdaderamente hambrientos y en cuanto llegaron los platos no tardaron en empezar a comer a la desesperada. Él, sin embargo, se sintió totalmente perdido cuando vio aquel plato enfrente. Vio los cubiertos y de algún modo supo lo que eran, para lo que servían, pero se vio incapaz de recordar el cómo. Temeroso, alzó una mano para coger primero el tenedor y trató de asirlo, y justo cuando pensaba que iría bien la cosa, cayó estrepitosamente contra el plato, causando un molesto ruido que hizo que varias cabezas se giraran hacia él. No tardó apenas en hundir la cabeza en sus hombros y gimotear un poco, sintiéndose inútil por ser incapaz de recordar algo así. Pero su hermano, sin siquiera preguntar, le tomó de las manos y le enseñó cómo usar ambos, cortándole el filete de carne en pequeños trozos. Cuando terminó, le soltó, y esperó a ver si conseguía manejarse solo. Si bien no sin torpeza, se llevó uno de los trozos a la boca, saboreando con gusto la carne. Gilbert soltó una risilla, volviendo a acariciarle el pelo, antes de dar buena cuenta de su plato, sin tardar él en hacer lo mismo con el suyo.

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⏰ Última actualización: Jun 24, 2015 ⏰

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Jäger [CANCELADO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora