Primera rosa.

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Bianca poco creía equivocarse sobre las percepciones que se hacía acerca de las personas en sus primeros encuentros. Ella pensaba inequívocamente que es en aquellos encuentros efímeros, en los primeros diez segundos, donde se es capaz de determinar las verdaderas intenciones de las personas.

Bajo la primera tarde soleada de junio, las copas se tintineaban en su nombre, los invitados le sonreían por doquier y susurraban discretamente chismes sobre su familia cuando se daba la espalda.

Estaba acostumbrada a que las personas se rieran de su familia, que hablaran pestes de sus integrantes cuando no estaba presente y sonrieran como si nada pasara cuando estaba al frente. Su familia era el hazmerreír de la alta sociedad, los arrimados o nuevos ricos, que por más que lo intentaran durante casi dos décadas, no habían aprendido a ser parte de ese mundo.

Al ingresar al pabellón del jardín trasero de su casa, se encontró con la alta sociedad que tanto los odiaba ahí reunidos; las familias aristocráticas descendientes de anteriores y los que serían sus futuros presidentes siempre se ubicaban al lado derecho de los eventos. Estas familias se caracterizaban por hombres rechonchos y bajitos, mujeres con grandes sombreros blancos como lo dictaba el protocolo e hijos que se ahogaban en champan, con una postura incomoda, engominados con más gel de cabello del que necesitaban.

Al lado izquierdo, por su parte, siempre se ubicaban los nuevos ricos: petroleros, mineros, estrellas de la farándula y uno que otro emprendedor que había logrado hacerse de una sustanciosa fortuna lo suficientemente grande para comprar una entrada a estos eventos. Los nuevos ricos no seguían el protocolo, los hombres vestían de pantalones anchos y camisas sueltas, mientras las mujeres vestían ropas apretadas que ciñeran sus figuras artificialmente creadas y se quedaban estáticas en sus lugares para que sus tacones de aguja no se hundieran en la tierra del jardín.

Bianca cruzó al centro de aquellas multitudes, siempre divididas por una línea invisible que no permitía se juntaran unos con otros, como si se pudieran infectar de una enfermedad que solo la aristocracia era capaz de ver. Algunos invitados le saludaron, mientras otros le miraban ligeramente de reojo, analizándola como siempre lo hacían, como si no fuera lo suficientemente buena para pertenecer a una de las familias más adineradas de la nación.

Estaba a punto de bajar la cabeza apenada por estas circunstancias, que siempre le ponían de mal humor, cuando una mano se cernió ante sus ojos, ayudándole a alcanzar el primer escalón de la escalera que conducía al enorme escenario. Frente a sí estaba su hermano, Jerónimo, sonriéndole amablemente.

Ambos hermanos eran como dos gotas de agua, con sus cabellos negros, ojos verdes y piel canela, sus rasgos idénticos delataban de manera reveladora su parentesco, eran mellizos.

Cuando ambos alcanzaron el umbral de la escalinata, su hermano dejó caer su mano sobre su cintura, mientras sonreían a sus invitados y se ubicaban a una esquina del escenario, mirando a su padre colocándose al centro de la estancia.

Las luces de colores brillaban sobre sus cabellos blancos, su escuálida figura ataviada en su traje de diseñador resaltaba entre la multitud por su intenso color verde esmeralda y sus ojos bicolores se anegaron en lágrimas unos segundos antes de que comenzara su discurso:

—Mis hijos, mis amados hijos —dijo el hombre mirándoles ligeramente—. Han crecido tanto, que me es imposible imaginarlo siquiera.

Las personas en el jardín seguían sus conversaciones alegremente como si nadie estuviera en aquel escenario. Rafael, quien se caracterizaba por ser un hombre de temperamento fuerte y explosivo, se aclaró la garganta, pero nadie parecía atenderle hasta que Jerónimo se acercó a sí y con un micrófono en mano se aclaró la garganta de manera exagerada. Las personas se voltearon de manera instintiva al escenario, observándolos.

Cuando las rosas se marchitenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora