Tercera rosa.

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Emilia Montenegro no era una buena amiga, ni siquiera una compañera decente de trabajo, mucho menos se esforzaba en serlo, ella estaba complacida con el tipo de persona que era. A pesar de ello, era la única conocida con la cual Bianca podía salir a almorzar todos los días, con quien se sentaba frente a frente durante una hora, mientras escuchaba a la susodicha contarle sus desventuras con hombres de dudosa procedencia en un bar voyerista en la zona rosa de la ciudad.

Emilia practicaba el BDSM como ama, además disfrutaba de observar a sus parejas sexuales intimando con otros y de vez en cuando se llevaba al éxtasis dejando que se apoderaran de su cuerpo, en limites que la mayoría de las ocasiones trascendían el dolor físico.

Emilia se agasajaba todo lo que podía durante el almuerzo, sus pláticas las aprovechaba al máximo con una copa de vino tinto en la mano y una sonrisa prepotente en sus labios, como burlándose de la «pobre virgen», así como llamaba a Bianca, a quien contaba la alta sociedad nunca se la había visto relacionarse de manera romántica con ningún hombre.

—Deberías traer a tu hermano a nuestros almuerzos —soltó Emilia, sin un ápice de decencia, como lo hacía todos los días en cada almuerzo durante los últimos seis meses que llevaba en la empresa de su padre—. Él es un bombón, que me provoca comérmelo enterito, imagina ese cuerpo tendido en una cama de satín, con sus brazos esposados y su miembro sobre mis manos, mientras me atraganto de su...

Bianca tragó hondo, tratando de alejarse de esa fría conversación. Su estómago se había revuelto con su almuerzo y lo único que sentía eran arcadas que le provocaban salir corriendo de aquel lugar.

Emilia era bastante simple, en sus conversaciones Bianca solo procuraba asentir y sonreír, mientras ella se agasajaba con sus conquistes. Era tan egoísta y prepotente que no sería capaz de ver lo que ocurría a su alrededor, aunque estuviera al frente.

—Debemos irnos —soltó Bianca, pálida y con el estómago revuelto, llamando la atención de la otra mujer.

—Pero, aún es temprano —se defendió Emilia, llevándose la mano hasta su cabello rojo—. Tengo muchas cosas que contarte de mi fin de semana.

Bianca negó, levantándose de la mesa y con ayuda del chofer saliendo en busca del baño. Le señaló el camino al hombre, quien le ayudó cuidadosamente, debido a que, con su pie mal herido no podía movilizarse sola.

Bianca entró al baño, su cuerpo entero le dolía y pensó que quizás había contraído un virus estomacal, porque tan pronto pudo se tiró al suelo a vomitar todo lo que había comido. Arcada tras arcada, su cuerpo se sintió más débil, sus ojos soltando lagrimas a causa del esfuerzo y sus manos sosteniéndose a duras penas frente a la taza del baño.

Cuando terminó, se limpió las comisuras de los labios y sacó un cepillo y crema dental para poder alejar ese amargo sabor de la bilis en su boca. Se retocó el maquillaje y con mucho esfuerzo salió del baño.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Eduardo, el chofer de la familia Novoa, tan pronto ella salió—. Si quiere pudo ir a dejarla a su departamento.

Ella negó y se apoyó en el hombro del hombre.

—Estoy bien —aseguró, sin creérselo ella también—. Tengo muchos pendientes en la oficina y no puedo darme el lujo de dejarlos atrás, estaré bien.

Cuando llegó a la mesa, Emilia la recibió con un mohín y rodando los ojos salió de la sala, de mala gana. Así era ella, su comportamiento a veces solo podía ser comparado con el de una niña mimada y superficial, tan egoísta para creer que solo era importante ella misma.

El camino a la oficina era corto, un tramo de unas cuantas calles en el transito del medio día, que Bianca siempre había dicho podía hacerse a pie, pero Emilia refutaba podía pelarle el cuero de sus zapatos costosísimos traídos de Europa.

Cuando las rosas se marchitenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora