Séptima rosa.

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A Bianca no le gustaban los funerales y menos cuando eran de personas que hubiera preferido nunca conocer. Felipe Aranda había sido una persona horrenda en vida, un hombre machista y pusilánime, cuya presencia siempre era detestable e impregnaba a quienes tocaba con un nauseabundo olor a tráfico de menores y corrupción.

Era lunes, el cielo lloraba al recibir a semejante hombre al limbo y el lugar estaba vacío. La sala de velaciones tenía apenas a veinte personas, familiares cercanos y amigos de aquel hombre, entre ellos, la familia Novoa. Rafael lloraba a mares la pérdida de su mejor amigo, lagrimas rodaban por sus mejillas como cascadas, manchando su ropa verde esmeralda.

Bianca se sentó incomoda en el asiento, sintiendo la bilis subir por su garganta, mientras trataba de sostenerse del borde de la silla.

—Bia... —susurró Amarantha, la mejor amiga de la muchacha, tocándole la espalda—. Podemos irnos, si quieres...

La chica asintió, mientras se acercaba a su hermano, susurrándole al oído una disculpa. Jerónimo le miró largo y tendido, mirando su cara pálida y su ceño fruncido.

—Dile a Amara que te examine, llevas días sintiéndote mal —susurró acongojado—. Nos vemos en el departamento.

Bianca solo asintió ante sus palabras y salió de la mano de su mejor amiga, asqueada de aquel lugar. El sábado había salido la noticia en todos los medios nacionales, videos de una escandalosa isla donde terminaban niñas secuestradas en diferentes partes del mundo y eran prostituidas, prácticamente vendidas a hombres poderosos del país.

El domingo había sido divulgada por todas las redes sociales una lista de invitados a aquella isla, donde el encargado era el mismísimo Felipe Aranda, dueño de la exportadora de esmeraldas más grandes del continente. No obstante, la sorpresa no había terminado allí, porque a las doce del día se había divulgado la noticia de que el avión privado de aquel hombre se había estrellado en una zona de difícil acceso.

Hoy, lunes, su cuerpo estaba a nada de ser cremado en aquella sala, junto a las pocas personas que lo habían apreciado en vida, lo suficiente para no temer ser salpicados con la nube de escándalos que había dejado detrás suyo.

—¿Estas bien, Bia? —preguntó Amara, sentada al frente de la muchacha con una taza de chocolate entre ambas—. Estas muy callada, llevas varios minutos sin dejar de ver tu café...

—Estoy embarazada...

Amara alejó el café que se llevaba a sus labios y lentamente lo dejó sobre la mesa. Su piel oscura brillaba bajo el sol del mediodía, sus ojos verdes impenetrables asombrados, mirándole sin ser capaz de parpadear, trataban de buscar cualquier rastro de duda o burla en ella.

—Está bien —susurró, haciendo un gesto de calma con sus manos—. No era lo que esperaba.

Bianca bufó.

—Yo tampoco lo esperaba —susurró—. Y estoy hiperventilando...

—Momento —susurró la muchacha cambiándose de silla, hasta quedar junto a su amiga—. ¿Jerónimo lo sabe?

Bianca soltó un chillido antes de caer en los brazos de su amiga, susurrando una y otra vez, su negación. Amarantha y Bianca se conocían desde niñas, ambas habían crecido juntas desde que tenían diez años, compartían mil y un historias, entre ellas, muchos secretos.

Amara era la chica diez, notas excelentes y un currículo intachable le habían concedido gran parte de lo que había conseguido como adulta, a pesar de sus orígenes humildes. Era médico, cursando una especialización y trabajaba en uno de los mejores hospitales de la nación, uno de esos pequeños momentos en que ser amiga de Bianca le había servido demasiado, ya que ella se había hecho de conexiones para que su amiga pudiera trabajar allí.

Cuando las rosas se marchitenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora