Capítulo 1: El Despertar

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Escena #1

Alejandro salio de su lugar de trabajo, sumido en un ritmo lento que lo conducía hacia el santuario de su morada. Sus ojos, agudos como astros vigilantes, exploraban cada rincón del entorno que lo rodeaba, pero no todo lo que veian sus ojos, era lo que parecía. Las voces, engendros inquietantes, se aferraban a su mente como parásitos hambrientos, susurrando secretos infernales y profecías macabras. La supuesta tranquilidad que envolvía su existencia, tejida con hilos de empleo seguro, salud envidiable y una fortuna suficiente para abrigar su bienestar, era solo la calma tensa antes de la tormenta. Un vórtice de sombras se arremolinaba en el horizonte, desplegando sus fauces sedientas de sangre.

La oscuridad, una presencia tangible, se filtraba a través de sus poros, erizando la piel y perturbando el alma. La premonición de un destino fatídico lo acosaba, insinuándose en cada susurro, en cada retorcida visión que lo atormentaba. En las calles desoladas, las etiquetas desechadas de golosinas se convertían en marcas de un pacto diabólico, mientras los anuncios publicitarios parpadeaban con mensajes subliminales que apuntaban directo a su cordura desgarrada. Reflejos grotescos danzaban en los espejos y charcos, fragmentos distorsionados de una realidad distante y pervertida.

Pero eran los espejos los portales hacia un abismo de pesadillas. En su cristal inmaculado, los rostros de abominaciones ocultas acechaban, sus ojos vacíos destilando maldad ancestral. La obsidiana líquida reflejaba secretos insondables, susurros de condena y promesas de tortura eterna. La certeza de que algo más, algo abominable y primordial, acechaba en la oscuridad detrás del reflejo lo atormentaba sin descanso. El miedo, como una sombra asfixiante, se enredaba en sus entrañas y amenazaba con devorar su cordura. El presagio de un destino envuelto en tinieblas lo atormentaba, mientras su alma se convertía en un pálido reflejo de la esperanza que alguna vez albergó.

Escena #2

Sin previo aviso, una bruma grisácea se alzó del suelo, envolviendo el paisaje en un velo de desolación. Las hojas que danzaban en el viento, un deleite otoñal, perdieron su vivacidad y se desvanecieron en tonos opacos, como sombras desposeídas de vida. La basura que se agolpaba en las calles, testigo de la decadencia humana, fue tragada por un abismo insaciable, desapareciendo en la oscuridad. Los árboles, antaño símbolos de vida y resiliencia, se transformaron en grotescos esqueletos de madera, con ramas retorcidas que parecían suplicar piedad al cielo implacable.

Un perro yacía muerto en mitad de la calle, su cuerpo inerte como una ofrenda a la corrupción del entorno. Pero lo que sucedió a continuación traspasó los límites de lo imaginable. En un instante de pesadilla, la carne del animal se corrompió ante los ojos atónitos de Alejandro. La carne putrefacta del animal se desvaneció en una grotesca danza de descomposición acelerada, como si la podredumbre misma hubiera reclamado su cuerpo como suyo. La putrefacción devoró cada fibra, cada trozo de pelo, hasta reducirlo a un montón de huesos blancos abandonados en el piso.

Un escalofrío recorrió la espalda de Alejandro mientras su mente luchaba por comprender lo que sus ojos habían presenciado. La realidad se deshilachaba ante él, revelando los hilos oscuros de una existencia tortuosa. Algo definitivamente no estaba bien. Sus pensamientos se entrelazaron con el temor latente, formando un nudo de incertidumbre que amenazaba con sofocarlo. En lo más profundo de su ser, sabía que había un mal acechando, alimentándose de la decadencia que se extendía a su alrededor.

Escena #3

El corazón de Alejandro latía con frenesí mientras su mirada se deslizaba hacia su costado izquierdo. Allí, en la penumbra amenazante, percibió una figura oscura que lo observaba con ojos invisibles. Una brisa extraña recorrió el lugar, erizándole la piel en una respuesta visceral al peligro inminente. Sin pensarlo dos veces, aumentó el ritmo de sus pasos, con una determinación alimentada por el miedo que se agitaba en su interior. Pero la presencia siniestra lo seguía, imitando su velocidad con una ominosa persistencia.

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