𝐗𝐈

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Sherlock estaba sentado en el amplio y lujoso sofá de terciopelo rojo de la señora Clyde, repiqueteando con las uñas sobre el manubrio de cedro; impaciente. Todo mientras observaba las paredes color rojo oscuro, la lámpara roja con colgantes dorados y la enorme alfombra roja con detalles apenas visibles buscando... Ya había notado que la señora Clyde era una mujer de rojo.

Sherlock se maldijo. Se preguntó por qué demonios había ido a parar ahí a fin de cuentas, pero no quería admitir en voz alta que posiblemente estaba equivocado. Cuando hurgó en sus recuerdos recientes fue que tuvo su respuesta, solo pudo lamentarse porque Watson no lo hubiera detenido.

Watson lo observaba mientras se llevaba una taza de té rojo (que Sherlock, por su parte, no había tocado) hacía los labios. John Watson estaba nervioso por lo que su compañero fuese a preguntarle a la indefensa y fanática religiosa señora Clyde, ya que había sido sorprendentemente sutil para entonces y no había dado resultados, por lo que deducía que no tardaría demasiado en presionarla, excepto que ella en verdad parecía tan inocente y fuera de la realidad que los frustraba de sobremanera. ¡No parecía una mentirosa!

La mujer era todo un personaje; alta, con finos rasgos entre los que resaltaban su respingada nariz y su definida mandíbula la cual se acentuaba todavía más cuando fruncía sus arrugados labios, su cabello negro tenía algunos mechones de gris hecho en un elegante recogido que daba la apariencia de un pequeño panal de abejas (ostentoso, como las damas de su clase), era también voluptuosa y su voz era suave como un susurro.

En ese momento los ojos de Watson se dirigieron a la temblorosa mano de la mujer que reposaba inquieta sobre su roja falda intentando sostener un collar de cuentas con una cruz.

—¿Desean algunas galletas para acompañar su té?— amablemente ofreció la señora Clyde.

Watson estaba a punto de asentir con efusividad, ya que el cansancio lo estaba matando y su estómago pedía algo de comida para soportar otra hora en ese lugar, hasta que Sherlock lo detuvo brutalmente colocando la palma de su mano sobre la suya sin tocarla.

—¡Basta, no queremos más entretenimientos! Estamos aquí por información, señora Clyde, información que solo usted podría compartirnos.

«¡Y ahí estaba! Sherlock no iba a tardar en explotar». Se recordó Watson.

—Lo-Lo lamento señor Holmes. Es que no comprendo a lo que se refiere, ya le dije todo lo que sabía con respecto al atacante, al momento, al día en general.

—No he venido aquí para hablar sobre el agresor, sino sobre su muy poco comentado e interesante pasado. — explico entre dientes, forzándose a respirar hondo y no alterarse ante la mirada confundida de la mujer.

—Mi esposo no se encuentra, lo lamento...Quizá quiera volver en otra oportunidad, señor Holmes. Con gusto lo entenderé. — sonrió educada, demasiado sobreactuada para el gusto de Sherlock.

«Jugar al policía bueno resultaba agotador».

—Las disculpas del caso, señora Clyde. Tenía entendido que era usted una mujer de fe. Siendo así, colaborar no supondría un problema puesto que fue una víctima de las circunstancias que ha logrado...sobrevivir. Entiende perfectamente a lo que me refiero.

La presión era su arma secreta. La señora Clyde aclaró su garganta con dificultad. Sherlock observó como la bandeja de plata temblaba entre las manos de la mujer y la mirada evasiva que demostraba el rechazo a su presencia.

—¿No cree que está siendo demasiado obvia? Solo hemos venido a platicar. Sabemos que no tiene delitos en su historial y nosotros no somos la policía en caso de encontrar alguno que haya escapado del ojo agudo de otra persona. Solo queremos motivos para descifrar por qué su atacante decidió atentar contra usted. — Watson explicó de manera estratégica con la intención de calmar a la señora Clyde; prisionera de la mirada gélida de Sherlock y aminorar las ansias del propio Sherlock que lo hacían lucir brusco.

GOLD RUSHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora