6. Comandante, hay algo raro aquí

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⚠️Intento de boda infantil, machismo, inicio del arco de la epidemia.

Nikolay tenía, por supuesto, motivos de sobra para tirar aquella carta al fuego. Bien podría hacerse el desentendido y quedarse dormido el viernes —solía irse a la cama mucho más temprano de lo indicado por Lukyan—, como todo ser humano con una pizca de raciocinio haría.

«La confianza es traicionera», defendían los poetas, «en donde una vez hubo adoración incondicional, puede existir ahora el más inusitado recelo». Nikolay no era una excepción. Aun si Lukyan fuese a sostener verdades inamovibles, como «El cielo es azul», Nikolay no se fiaría de su vista y llegaría a la descabellada conclusión de que, en realidad, era de un tono anaranjado. Además, dada la extraña obsesión que demostraba el líder de los rebeldes por él, ¿quién sabe si aprovecharía esta ocasión para secuestrarlo? Nikolay no quería ser el hazmerreír del periódico.

Nikolay se cubrió el rostro, avergonzado. Acababa de recordar una cierta promesa que se hizo saliendo de la cabaña en Snezhinka. ¿Cuál sería un buen nombre para él? ¿Debería llamarse Anatoly?

Nikolay tenía, a su vez, un principio notable por el cual aceptar la oferta de Lukyan.

La carta aludía a una enfermedad. Esta dolencia no era ninguna novedad. Se remontaba a la época más oscura dentro del zarato de Anfisa: la invasión sarsan.

El conflicto se eternizó por tres penosos años, en donde la cobardía fruto del horror terminó por ultrajar las calles de bermellón. Desaparecidos, heridos, muertos... La lista era inacabable. La guerra había pervertido al ser humano o quizá había mostrado a su verdadero ser.

Era la última emboscada. Nikolay y sus tropas se ocultaban en las trincheras cubiertas de nieve, esperando.

A la izquierda de Nikolay, un niño sostenía una bayoneta. Se mantenía agazapado, con la mirada fija en el periscopio. A pesar de la dureza que contorneaba sus mejillas regordetas, se delataba la zozobra en el temblor de sus manos.

Nikolay trazó una frase, moviendo sus dedos con delicadeza, sobre el brazo del muchacho. Era la forma más segura de comunicarse; no sabían cuándo aparecería el enemigo, por lo que hablar, así fuese en susurros, estaba estrictamente prohibido.

¿Qué te pasa?

Si bien se trataba de un joven que apenas y rozaba la madurez, no era la primera vez que se enfrentaba a una batalla. Un soldado estaba entrenado para nunca flaquear.

Una mueca se dibujó por el rostro pálido de Yuri.

Mi hermana. Fue la respuesta que escribió en la palma de Nikolay.

La hermana de Yuri, Narkissa, era una de las víctimas de la enfermedad.

Nikolay no había recibido mucha información de la enfermedad, más allá de las preocupaciones de Yuri. La guerra lo retenía y lo único que podía hacer era ofrecer sus consolaciones.

Esa noche gélida de agosto marcaría el fin de la contienda y Yuri moriría sin saber si su hermana habría logrado recuperarse.

Nikolay estrujo la misiva. Las esquinas de sus rojos se tiznaron de rojo, tal vez por el frío, tal vez por la impotencia. Había optado por una posición cabizbaja en el funeral de Yuri; ni siquiera se había atrevido a acercarse a la pobre madre, cuyos sollozos desoladores parecían acentuar su vejez. La niña aferrada a sus manos tosía mientras contemplaba la tumba, aturdida. Narkissa era demasiado pequeña como para entender que jamás volvería a ver su hermano.

Hasta donde tenía entendido, Narkissa formaba parte de una docena de enfermos. Una docena. ¿Desde cuándo se había extendido a una epidemia? ¿Por qué no se había erradicado aún? Lo que lo hacía todavía más inaudito: ¿Por qué se venía a enterar por Lukyan, de todas las personas? Las tropas del Zmeya Armiya se distribuían por cada óblast, y de haber una emergencia, remitirían la información a un mensajero. Nikolay, comprometido con su labor, verificaba su correo a diario y no recordaba haber leído nada similar en los informes de la guarnición en Mora.

Soneto aguerridoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora