9. El diablo no descansa

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Pequeña nota de autora:

Disculpen la demora. Mi país está atravesando un estallido social.

⚠️ Violencia.

Líneas de escarcha tiznaban la ventanilla. La dócil luz que se modelaba en torno a las diez de la mañana se oponía al cristal, dando la ilusión de estar vislumbrando un paisaje de arcoíris. Lukyan siguió el rocío con la punta de su dedo índice. Sus pestañas temblaron brevemente.

En el carruaje imperaba el más doloroso de los silencios.

Su norte de angustia, Nikolay, no lucía mortificado en lo absoluto. Cruzaba los brazos sobre su pecho y se reclinaba sobre la almohada en la banqueta. Si Lukyan oía con atención —práctica que siempre llevaba a cabo al revolotear alrededor de Kolya—, podía detectar leves ronquidos.

Ah, no malentiendan a Lukyan. Este descarado bandolero tenía un tornillo suelto; era del tipo de hombre obsesionado que, antagónico a esos insensibles al romance que se quejarían de los hábitos de sueño de sus esposas, hallaría los ronquidos de Nikolay la más placentera melodía. En sus días de gloria, Lukyan se quedaría escuchando el runrún que abandonaría los labios de Nikolay luego de una noche de pasión en medio de pétalos de azalea. Lukyan se reiría y dejaría un beso en su frente. Conforme a su lógica abstrusa, «no había nada más íntimo que un ronquido».

Pero, ay, ¿cómo podía Kolya dormir en aquel momento?

Eres tú quien me hace más daño. La frase atronaba la consciencia de Lukyan. El líder de los rebeldes hacía su mayor esfuerzo en reprimir otro ataque. Sus «episodios de locura» eran orquestados por emociones fuera de control como secuela de un pésimo historial con la magia. Lukyan no quería exhibirse de nuevo. Tampoco quería herir a Nikolay.

Pero ya lo heriste, susurraron ellos.

Lukyan estiró la mano, deseando acariciar la mejilla sonrosada de Kolya.

Aléjate, comandaron ellos.

¿O había sido él mismo?

Lukyan dejó caer la mano sobre su regazo.

El arcoíris de la ventana había sido consumido por la escarcha. El paisaje era gris, o tal vez siempre lo había sido.

—Hazle saber a Su Majestad Artem que, aunque recibo su invitación con júbilo, me temo que deberé ausentarme a su cuarta boda

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—Hazle saber a Su Majestad Artem que, aunque recibo su invitación con júbilo, me temo que deberé ausentarme a su cuarta boda. Durante la ceremonia pasada, llegaron a mí unos rumores de lo más absurdos. El primogénito de la familia Skliar estuvo por ahí diciendo que yo estuve involucrada en el fallecimiento de la reina consorte Nataliya. ¡Me pintó como si fuese una vieja y celosa amante! ¿Puedes tú creer eso, Nazar?

Nazar, el emisario real de Valhia, fingió una mueca de espanto. Sobresalía en el veinteañero una pericia en las artes escénicas. Si bien advertía un nerviosismo en la boca del estómago, se obligaba a sí mismo a demostrar una actitud simpática con la zarina de Svar. Esta semana, Nazar había batido su récord de concurrencia a la iglesia. Había pasado horas y horas arrodillado, implorando que no se le ordenara transmitir la «feliz» noticia —sí, feliz para el rey, ¡no para Nazar!— a Su Majestad Anfisa. Para infortunio suyo, Dios estaba cobrándose todas las veces que robó caramelos de niño, y, tan pronto como el monarca lo convocó al palacio, el pobre cristiano supo que su destino estaba maldito.

Soneto aguerridoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora