5. Pero algún día serás mío

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Nikita se incrustó al colchón de paja. Un estrépito zanjó el sigilo reinante en el dormitorio. La sangre evocaba a las rosas bajo el rocío de la aurora.

El Comandante, ignorante al temblor que electrizaba su psique, se asió al mango del cuchillo. El líder de los rebeldes, lúcido al sadismo que calaba su pasión, reprimió un quejido.

Nikolay había clavado el arma en la mano de quien solía ser su amante.

Una minúscula pero obcecada voz se había instalado en su corazón. Rumoreaba escenas tintadas de dulzura, falacias que incendiaban toda esperanza. Quizá y solo quizá, pese a la traición de Lukyan, los sentimientos que había desvelado por él eran genuinos.

Oh, pero cuán ingenuo era.

—Querido mío —La manzana de adán de Lukyan resaltó junto al eco de su respiración agitada. El sudor se acumulaba en la abertura de su camisa—, aún no he terminado de hablar.

—¿Hay algo más que deba escuchar? —Nikolay se avergonzaba de sí mismo. Una persona tan orgullosa, hablando en un tono... tan roto.

—En estos momentos, me es difícil jurarte ese amor que anhelas —El timbre de Lukyan se había vuelto lento. Quería desviar la atención de su herida, a la vez que intentaba recuperar fuerzas—, pero definitivamente me gustas. Eres hermoso, ya te lo dicho: el hombre más hermoso que he visto en mi vida. Eres inteligente y una delicia en mi cama. Además —Una sonrisa se dibujó en el rostro pálido de Lukyan—, tienes un ejército.

—Estás loco si piensas que voy a usar mi ejército para apoyar tu ridícula causa.

—¿Ridícula, dices? A mí me parece ridículo que defiendas a esa mujer con tanta vehemencia. Si lo que buscas es ponerme celoso, felicidades, lo estás logrando.

Esa mujer —enfatizó Nikolay— me salvó morir congelado cuando no era más que un niño de la calle. Te aconsejo que cuides la forma en la que te refieres a ella frente a mí.

Nikolay conservaba exiguas memorias de su infancia; en ellas, se anunciaría el monstruo que roía cada una de sus pesadillas: el invierno.

La nieve caía a borbotones. Se hallaba apretujado en una callejuela inmunda. La ropa desde hacía un tiempo había dejado de quedarle y sus rodillas se habían colorado de bermellón, expuestas a la intemperie. No paraba de tiritar.

En aquel entonces, Anfisa se había topado con un panorama similar: un pequeño que no sobrepasaba los cinco años al borde de la hipotermia. Nikolay recordaba vagamente la figura que se había superpuesto a la tormenta. El ángel se había inclinado y lo había cubierto con su manto. El ángel había tenido misericordia. El ángel lo había tomado entre sus brazos y le había susurrado: «Vamos a casa».

Anfisa no era solo su regente y madre adoptiva, sino también su salvadora. Le había otorgado una nueva identidad cuando la vida misma lo había condenado a sufrir. Lo bautizó Nikolay, la victoria del pueblo¹.

Estaría eternamente agradecido.

—Entiendo que te sientas obligado, de cierto modo, a protegerla debido a todo el esfuerzo que le supuso criarte —admitió Lukyan—, pero, Kolya, piénsalo: ¿Crees que estaría haciendo todo esto si fuese la persona que dice ser en realidad?

—No me siento obligado —refutó Nikolay—. Anfisa me ha protegido desde que tengo uso de razón, y tú, Lukyan, no eres más que un mentiroso que se aprovechó de mis sentimientos para sus planes siniestros. ¿Qué te hace pensar que volveré a creer una sola palabra tuya?

Soneto aguerridoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora