8. Eres tú quien me hace más daño

326 21 42
                                    

⚠️ Autolesión, pensamientos suicidas, mención de abuso sexual. Proceder con cuidado.

La penumbra corroía al hombre, bisbiseando remembranzas de culpa y pesar. El viento de medianoche se había transformado en una gargantilla de espinas, cerniéndose sobre su pescuezo. Gotas de sudor le patinaban por la frente. Trémulo, el hombre se asió de la manija en la puerta. Era consciente de que se enfrentaba a otro de sus ataques; pero, como ya era habitual, desconocía cómo resucitar el juicio.

El candil reflejaba a una figura ataviada en un camisón de lino. La silueta se detuvo a unos pocos pasos del hombre.

—¿Lukyan? —susurró Nikolay.

Nikolay, más que sentirse disgustado ante la abrupta llegada de su enemigo a la isba donde se hospedaba, padecía de una forastera inquietud. Había contemplado muchas emociones en Lukyan: ternura cuando peinaba las hebras áureas del Comandante; lujuria cuando irrumpía en medio de los muslos de Kolya; nostalgia cuando debían partir, y recientemente, furia a causa de la desatención de sus soldados. ¿Qué lo habría impulsado a mostrar tal vestigio de pavor?

Los escalofríos se hacían cada vez más intensos. Pronto, el agarre de Lukyan en el picaporte se debilitó y terminó cayendo sobre sus rodillas.

—Lukyan —Nikolay se inclinó y lo tomó de los hombros—, ¿qué es lo que pasa?

Teniendo una visión más clara del rostro de Lukyan, Nikolay se pasmó.

Los ojos de Lukyan brillaban.

Durante la mejor época de su amorío, esa que provocaba a Nikolay querer enterrar la cabeza en la tierra de la vergüenza, había anexado en una de sus cartas a Lukyan la siguiente frase:

Y son tus ojos de la profundidad del océano, de la noche sin luna, del zafiro más preciado. En ellos, escucho el canto de las sirenas y me dejo arrastrar. En ellos, veo las estrellas y empiezo a titilar. En ellos, hallo un tesoro y a su dueño quiero matar.

Por supuesto, tal discurso remilgado no podía ser de la autoría de Nikolay, un joven introvertido y de poca experiencia en el romance. Nikolay había citado a Melnyk, un poeta del siglo pasado que estuvo locamente enamorado de la duquesa Liliya Dmytrivna Shuiskaya, prima segunda del zar Yaroslav Alekséievich Sokolov. Liliya estaba casada, mas al escritor poco le importaba. Su obsesión era tanta que le dedicó innúmeros versos e inclusive llegó a atentar contra el duque Shuisky. Esta fue, de hecho, la última acción en la vida del renombrado literato. A la mañana ulterior al crimen, delante de una multitud patidifusa, Melnyk fue condenado a la horca a los acaramelados diecisiete años.

Desde luego, Nikolay no pretendía que Lukyan hiciese memoria de un acontecimiento tan trágico. A excepción de cuando practicaba magia —aquellas ocasiones tornarían sus irises de un matiz cian—, Lukyan era el modelo idóneo del controversial Y son tus ojos.

Lo confuso era que, en ese instante, Lukyan no estaba lanzando ningún hechizo.

El rebelde lucía desorientado. Tomó varios llamados de Nikolay y una breve palmadita en la cara para que hilara una respuesta:

—Mamá... Papá... —Su voz sonaba áspera, como si hubiese atravesado el desierto sin sorbo de agua.

—¿Qué pasó con ellos? —interrogó Nikolay.

—Muertos... Están muertos.

Nuevamente, el Comandante fue víctima de la sorpresa.

¿Quién podía juzgarlo? Lukyan nunca le había contado sobre su familia; a decir verdad, gran parte de las cosas que sabía del otro hombre eran meras suposiciones. Considerando la edad de Lukyan y la esperanza de vida de los nativos svarianos, Nikolay había asumido el fallecimiento de sus progenitores.

Soneto aguerridoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora