𝟎𝟎𝟐

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o p h e l i a  h o w e

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Su saliva sabía deliciosa, el dulzor de su boca mezclada con el amargo rastro del tabaco es una combinación que nunca había creído poder disfrutar

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Su saliva sabía deliciosa, el dulzor de su boca mezclada con el amargo rastro del tabaco es una combinación que nunca había creído poder disfrutar.

No se consideraba una romántica o algo parecido, había ido a esa fiesta para quitarse las ganas de follar con un californiano y ya, pero ahí se encontraba, besando desesperadamente a Billy, un chico que acababa de conocer y que le había dado el mayor orgasmo que había sentido en su vida.

Se habían escabullido de aquella patética fiesta y se habían subido al auto de Billy a pesar de que él se encontraba ligeramente borracho. El californiano había conducido entre besos robados hasta una lejana playa a la salida de California, se había estacionado y la había subido sobre sus muslos. No habían vuelto a follar, pero los besos y los roces eran suficientemente tentadores para tentarlos a hacerlo otra vez.

Ella acarició el rostro del chico debajo de ella, su barbilla y mejillas eran rasposas, la ligera barba en su piel picaba bajo sus dedos. Le gustó la sensación que le provocaba.

Tomó su mandíbula y se alejó un poco para mirarlo a los ojos. Su cabello estaba corto, parecía haberlo cortado hace poco, aun así, sus rizos se veían impecables y ordenados, alejado a lo que cualquier otro chico habría deseado en ese momento.

Billy tenía los ojos más azules que alguna vez había sido capaz de ver. Brillantes, profundos como el océano mismo.

— Tus ojos... —logró balbucear.

— ¿Qué ocurre con mis ojos? —la voz de Billy salió ronca.

Tuvo la tentación de decirle que eran los ojos más hermosos que había visto, pero sólo sonrió y acarició sus pómulos, provocando que la piel de Billy se erizase. No solían acariciarlo de esa manera, tampoco lo había deseado alguna vez, pero cuando los dedos de Ophelia recorrían su piel, se sentía cálido como el sol de su ciudad natal.

— ¿Sabes qué hora es?

Billy no pudo evitar sonreír, ¿A qué venia esa pregunta?

— No lo sé, ¿Por qué? —cuestionó— ¿Estás cansada?

— No demasiado.

— ¿Y qué quieres hacer?

Ophelia sonrió con coquetería, provocando que una risa ronca brotase del pecho de Billy, quien de inmediato tomó el delicado y suave rostro de Ophelia entre sus manos y la besó con fiereza. Sus labios encajaban perfectamente y sus lenguas danzaban en ideal sintonía.

Las manos de Billy bajaron por el cuello de la chica, quien bajó sus manos hasta el cierre de su pantalón, bajando la bragueta con rapidez. El rubio bajó sus manos hasta el trasero de la pelinegra, subiendo su vestido y corriendo su diminuta ropa interior hasta un costado.

Apretó su trasero con fuerza, iba a dejarle marcas y hacerla recordarlo cada vez que se sentase. No habían dejado de besarse, eran incapaces de hacerlo. Se habían vuelto adictos al sabor de la saliva del otro.

— Tengo condones en la guantera.

— Póntelo.

Billy extendió su mano y sacó el envase de metal de la guantera, lo abrió con rapidez y se lo colocó. No tenían más excusas, se hundió en ella, soltando un suspiro cargado de placer.

Ophelia movió sus caderas, montándolo en círculos. Sus brazos rodearon el cuello del chico, y suaves jadeos se escaparon de su boca. Él la ayudó, moviéndole las caderas más rápido. La sensación era abrazadora, calentando sus cuerpos y haciéndolos sudar.



Jamás había sido el tipo de chica que se quedaba después de una buena sesión de sexo, no era del tipo que quería despertar al lado de alguien, pero Billy había sido una excepción. Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a salir, ella se encontraba abrazando a Billy en busca de calor. Se encontraban acostados sobre una manta puesta estratégicamente en la arena.

Billy estaba rodeándola con sus fuertes y cálidos brazos, mientras su respiración delataba que estaba dormido: pausada y lenta, roncaba tan ligeramente que se volvía adictivo escucharlo. Ophelia lo miró detenidamente. Bajo la luz del sol era aún más hermoso de lo que había podido observar la noche anterior. Su cabello lucía dorado y su piel bronceada parecía brillar. Quiso pasar sus dedos por su piel y enredar las manos en sus espesos rizos, pero sólo se quedó quieta.

Era hora de irse, no quería estar ahí cuando él despertara. No quería ser la chica que se encariñaba después de una noche de sexo. Nunca había sido así y no lo sería en ese momento. Logró zafarse de su agarre luego de unos suaves movimientos y se levantó de la arena sin demasiado esfuerzo. Tomó sus tacones y se alejó lentamente del californiano, sin poder dejar de observarlo.

Él sería un excelente recuerdo.

Cuando se encontró lo suficientemente lejos de él, se volteó y caminó fuera de la playa, pasando al lado del camaro azul en el cual habían llegado y sonrió, recordando lo que había ocurrido ahí anoche. Caminó hacia la calle y detuvo al primer taxi que vio, le dio las instrucciones al conductor y se acomodó en el asiento. Sabía que su padre no notaría que había salido, estaba demasiado ensimismado y preocupado de su trabajo como para ponerle atención. Siempre había sido de esa manera, así que no le importaba demasiado.

El camino hacia el hotel no fue demasiado largo, o bueno, así le pareció. Cuando llegó, le pagó al conductor y se bajó. Se adentró al hotel y se fue a la habitación, necesitaba un baño y pedir algo para desayunar.

Subió por el ascensor y sacó la llave de la habitación, entró y se quitó los zapatos. Se acercó al teléfono fijo de la habitación y marcó el número cinco.

— Hola, habla con Gilbert Miller, ¿Con quién desea comunicarse?

— Hola, necesito hablar con servicio a la habitación —se miró las uñas, tenía arena y los dedos algo secos.

— De inmediato, señorita.

El teléfono sonó durante unos segundos mientras la comunicaban.

— Servicio a la habitación, ¿Qué desea ordenar?

— Me gustaría pedir una ensalada de frutas con fresas extra, yogurt a un lado, una infusión de menta y un croissant con aguacate, salmón ahumado y rúcula. Déjenlo dentro de la habitación.

— De inmediato.

Colgó y fue a bañarse, su día iba a estar ocupado. Iría de compras y luego iría un rato a la playa, no tenía muchas más opciones, pero se negaba a quedarse en la habitación.



El sol se sentía delicioso esa tarde.

Se encontraba recostada sobre una tumbona perteneciente al hotel en donde se estaba quedando. A su costado se encontraba una copa de piña colada y unos refrigerios perfectos para la playa, entre ellos algunos cuadrados de sandía, uvas y trozos de mango.

Hasta que algo la cubrió del sol, obligándose a abrir los ojos y levantarse un poco las gafas.

El pecho dorado que había disfrutado la noche anterior le hizo maldecir en voz baja.

— Maldita sea, Billy.

𝐀𝐍𝐆𝐄𝐋𝐄𝐘𝐄𝐒 ⸻ 𝒃. 𝒉𝒂𝒓𝒈𝒓𝒐𝒗𝒆.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora