Parte única:

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James odiaba admitirlo, pero en los últimos meses, las manos de Snape ocupaban su mente con frecuencia cuando no estaban asaltando su cuerpo. Ese par de apéndices pálidos y nervudos, fríos al tacto y precisos en sus movimientos, eran lo único suave en el chico; el resto de él irradiaba dureza y tosquedad. Facciones marcadas, personalidad espinosa y una voz profunda, siempre entonando contestaciones descaradas e insultos. Severus Snape estaba hecho de piedra y hielo, pero sus manos eran terciopelo suave deslizándose por la piel de James.

El toque de Snape no era suave, no; sus manos podían sentirse como pétalos en primavera, pero sus caricias carecían de la misma delicadeza. Snape rara vez fue amable cuando tocaba a James. Desde esa primera vez apresurada en el aula donde se encontraban cumpliendo juntos su castigo, cada encuentro era un choque de voluntades. Manoseos ásperos y agarrones bruscos. Snape enganchaba en lugar de sujetar y abofeteaba en vez de acariciar. A veces, sus revolcones de media noche se sentían como un incendio forestal, solo menguado por la lluvia tibia de verano que eran las palmas de Snape.

¿Puede una sola cosa ser cuchillo y ungüento; veneno y cura? ¿Por qué ser tocado por ese chico, ese niño odioso y desagradable, le cortaba profundamente, para luego aliviar el ardor? Y el dolor se iba, ¿pero la herida seguiría abierta? ¿La sangre dejaría de fluir? Mientras abría la puerta y dejaba caer la capa de invisibilidad para que su amante lo viera, James pensó que ya ni siquiera le importaba morir desangrado, si lo hacía sujeto por ese par de manos.

Snape se acercó a él y sin mediar palabra —pocas veces entonaban algo siquiera parecido a un saludo—, se aferró a las túnicas de James para arrastrarlo hacia un escritorio polvoriento en medio del salón de clases abandonado. Como siempre, todo en él era oscuridad. La poca iluminación del lugar solo ampliaba ese aire misterioso que le rodeaba. Casi desaparecía en la penumbra; por momentos daba la impresión de esfumarse completamente, como si no solo se camuflara en la negrura, sino que se volviera parte de ella. Los dedos blancos trabajando en los botones de la túnica de James servían como recordatorio de quien lo tocaba, aunque el resto del chico apenas pudiera distinguirse.

Las manos de Snape en sí eran una cosa tosca. Huesudas y largas, su piel tan clara que cada vena se destacaba en un color verde desagradable. Padfoot solía decir que parecían ramas en lugar de manos. James no estaba del todo de acuerdo con esa afirmación; las manos de Severus en su mente eran más como las patas sensibles de un buitre americano: garras peligrosas, capaces de desgarrar carroña, pero finas y aterciopeladas en la planta. Los buitres americanos volaban porque sus patas se lastimaban fácilmente cuando estaban en tierra; Severus Snape se abstenía de prodigar ternura, porque cualquier toque suave ponía en riesgo su frágil orgullo y delicado corazón.

Buitres americanos. Severus se parecía a ellos en más de una forma. Eran aves de plumaje oscuro, pico ganchudo y piel grisácea. Rara vez emitían sonidos más allá de un ocasional graznido y se consideraban un terrible presagio en algunas culturas. James leyó acerca de ellos por primera vez en cuarto año, cuando Moony se interesó en la ornitología y el dormitorio estaba repleto de textos sobre el tema. Recordó pensar en Snape en cuanto vio la descripción del animal; aun así, nunca lo mencionó a alguien más, ni siquiera a Sirius, quien siempre estaba ansioso de comparar al chico con animales desagradables

Toda la cosa del buitre se sentía como algo suyo y de nadie más. Solo James lo sabía; solo él entendía. En lo que correspondía a Snape, James siempre prefirió mantener cosas para si mismo; por eso ninguno de sus amigos sabía a donde se escapaba por las noches o quien dejaba marcas de uñas en su espalda.

Snape lo besó. Sus besos también eran duros; demasiados dientes y muy poca lengua. Los labios de James se sentían en carne viva después de cada sesión de besuqueo. A veces, cuando James y su grupo le jugaban una broma especialmente pesada a Snivellus, él devoraba su boca como si quisiera castigarlo. En esas noches, la saliva se deslizaba de entre sus labios tintada de rojo. Dolía como una perra y James adoraba cada segundo de eso. Cuando regresaba a los dormitorios de Gryffindor y repasaba las marcas con el dedo frente al espejo, sentía su estómago retorcerse con deseo y repugnancia; le repugnaba que deseara repetir la experiencia.

This velvet glove [JEVERUS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora