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     Leonardo

     La semana terminó muy bien, obviamente no tener que verle la cara a Mauro mejoró las cosas. Bueno, hablando en serio, me estoy adaptando y me está gustando este nuevo comienzo. Por suerte no me he perdido en las clases de Matemática, ahí vamos. La cara de Carlos está cada vez peor, por las piñas de Mauro digo, pero él dice que está bien, aunque lo acosaron a preguntas cuando lo vieron entrar. Y hablando de preguntas, no he podido hablar nada con Ramiro, primero que nada porque me da un poquito de vergüenza, y segundo... porque pasa con su novia, que es más preguntona que yo, y más atrevida también, eh.

     Me pasé todo el fin de semana escribiendo una tarea de Ciudadana, me costó encontrar inspiración, che, pero al final la terminé. Tenía que escribir una carta para una mujer importante en mi vida, obviamente elegí a mi madre, y además me di cuenta de que algunas de las cosas que siento y no le expresé jamás, sí las puedo volcar de forma escrita... tendría que hacerlo más seguido.

     Miré de reojo la guitarra pero el cielo que ya empezaba a teñirse de tonos rosados y anaranjados captó mi atención. Me acerqué más a la ventana y ahí estuve un rato largo, simplemente contemplando el atardecer del domingo despidiéndose, pero no fue suficiente. Tengo ganas de salir, pero no esas ganas de salir de adolescente que terminan en coma etílico, quiero caminar un rato, nada más.

     Mamá me dejó salir, obvio... Bueno, en realidad negociamos que podía ir solo si me ponía una campera, no me quedó otra.

     Todavía no era de noche, me puse los auriculares y arranqué. Enseguida sentí el frío en mis manos y mientras las metía en los bolsillos de la campera le agradecía a mi madre internamente. 

     Después de un rato el frío ya ni se sentía. Observaba la ciudad como un turista, bah, es que un poco lo soy. Crucé frente a la terminal de ómnibus y recordé mi llegada a Piriápolis, se me escapó una sonrisa que rápidamente borré, miren si alguien me ve y piensa que estoy medio chapita...

     Había bastante movimiento en las calles, lo noté a la quinta vez que miré mis botas para no hacer contacto visual con las personas que pasaban, tengo que trabajar en eso, che.

     Atravesé la plaza, que estaba bastante concurrida y respiré profundamente el aire fresco. Seguí rumbo a la rambla y para cuando llegué ya había anochecido. Bajé la vista con las primeras personas que me crucé, pero después la ciudad en su fase nocturna me atrapó y miraba las luces del puerto, de los barcos, de los autos y los hoteles como si se tratase de fuegos artificiales o algo así, olvidando, o ignorando quizás, a toda la gente alrededor. Me gusta la noche, además, siento que en la oscuridad paso desapercibido y hay menos miradas.

     —Amigo, disculpá —alcancé a escuchar por sobre la música.

     Tan desapercibido no paso, che. No me voy a apurar a decir PÁNICO.

     Volteé en dirección a la voz y vi a un flaco altísimo, de pelo corto, diría que un poco mayor que yo, con un cigarro en la mano, bermudas y una remera de Los Redondos. Me saqué los auriculares sin saber bien qué hacer o decir.

     —Hola —no se me ocurrió otra cosa.

     —¿Tenés fuego?

     —No, no fumo —le dije con tanto asco que parecía un niño de diez años.

     Me miró unos segundos y acto seguido empezó a reírse de una forma tan exagerada que empecé a dudar del contenido de su cigarro

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     Me miró unos segundos y acto seguido empezó a reírse de una forma tan exagerada que empecé a dudar del contenido de su cigarro. Yo me limité a sonreír.

     —Disculpá, no te quería ofender, amigo.

     —No, nada que ver, todo bien.

     —Las apariencias engañan —dijo en un grito y volvió a reírse.

     Asentí y parece que el gesto le causó más gracia. ¿Debería decir PÁNICO ahora?

     —La mejor, amigo, cuidate mucho —se despidió entre carcajadas y palmeándome el hombro.

     Me quedé ahí parado hasta que lo perdí de vista. Les juro que no entendí nada de esa interacción, pero está claro que me insinuó que tengo pintas de fumeta... Qué atrevido, che.

     Obviamente eso fue suficiente para convencerme de que lo mejor era volver a casa antes de que alguien más se acercara a hablarme.

     Caminaba de vuelta y el viento fresco del mar se me colaba por las mangas y el cuello de la campera, erizando mi piel y haciéndome replantear esto de salir de noche. Pero bueno, es mi momento de paz, de reflexión, creo que todos deberían salir a caminar al menos una vez a la semana... o a correr si es necesario.

     Bastante metido en mis pensamientos, llegué a casa. La luz del porche estaba prendida, mamá ya me estaba esperando. Entré y la vi sentada en el sillón, mirando las noticias. Hicimos contacto visual y negué con la cabeza mientras ella se reía, ya sabe qué pienso de los noticieros esos. Lo que se me hizo raro fue no ver a Lucho en la sala, se pasó casi todo el día en su cuarto.

     Tiré mi celular y los auriculares sobre la cama y me dirigí directo al baño. Abrí la ducha y me arranqué la ropa, prácticamente. Tan rápido como pude me metí bajo el agua caliente y dejé que cayera sobre mi cuerpo cansado y congelado. Cerré los ojos ante la sensación de alivio que me invadió.

     Cuando terminé, volví a mi cuarto con una toalla alrededor de mi cintura, de la cual me deshice para ponerme lo primero que alcancé a agarrar. Me estaba terminando de poner una remera cuando mi hermano entró sin golpear la puerta ni anunciarse.

     —¿Qué pasó, Lucho? —pregunté preocupado.

     —Extraño a papá —dijo en un susurro, sin demorarse.

     No supe qué responder, no hay forma de que Ernesto se digne a vernos, está muy ocupado con su nueva familia.

     —Yo también lo extraño, pero tenemos que esperar.

     Obvio que no lo extraño, lo digo por Lucho, no quiero que se sienta solo en esto.

     —¿Ya no nos quiere más?

     Claramente.

     —Obvio que nos quiere, enano, pasa que está muy ocupado.

     —¿Cuando yo era chiquito él se olvidaba de vos?

     Me estaba partiendo el corazón.

     —No, él nunca se olvidó de mí, y tampoco se va a olvidar de vos por tener otro hijo más chiquito.

     Suspiró como si ninguna respuesta le fuera suficiente y salió de mi cuarto en silencio. Me quedé sentado en la cama, maldiciendo a Ernesto por todo el dolor que le causa a sus seres queridos. Yo no soy el hijo de Ojeda.

Pulseras AmarillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora