Capítulo 4: Aramides

24 4 0
                                    

"

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

"... habían personas malas en el mundo. Algunos estaban cerca..."
SICK FUX.
Tillie Cole


Aprieto la tira de mi bolsa de mensajero y expulso un suspiro cansino que siento hasta en los huesos. Como si me hubiera desinflado. El chirrido del auto qué me trasporta de la IU* a la casa Barkov se aleja a toda velocidad tan pronto pongo un pie en el pavimento, muy posiblemente en busca de Anton. De los tres, es el que más genera dolores de cabeza sociales en la familia. De los tres, es el único que puede ser libre.

Un mayordomo me abre la puerta antes de que incluso llegue a alcanzar la manilla -probablemente estaba vigilándome desde la ventana tan pronto comprobó en su costoso reloj de muñeca la hora en la que debería llegar de la universidad. Tulli -el mayordomo- es mi niñera personal cuando mi carcelero no está en casa. Lo que es un alivio en toda regla. Tulli podría contar hasta los granos de arroz qué me meto a la boca a la hora del almuerzo, solo para ir a chivarle a su jefe que no han sido los suficientes. Pero prefiero mil veces ese tipo de acoso.

Mis manos sudorosas se aferran con mayor ahínco al notar, tan pronto cruzo las puertas de la cocina, qué Armin y su madre comen en silencio un delicioso pudín de fresa -incluso aunque no lo haya probado, si lo hizo Martha, debe de estar buenísimo. Habiendo ya almorzado sin mí, debo esperar a que ellos terminen para poder sentarme a la mesa. Pero estoy famélico; pasar tres noches sin comer debido a su presencia en la casa y cuatro sin desayunar más que una banana o una manzana debido a la ansiedad, me tienen con dolor de cabeza.

Podría desmayarme ahora mismo.

Pero como tengo prohibido comer en mi habitación, decido alejarme y escabullirme hasta que terminen su comida. Ellos no notan mi presencia o, al menos, no la registran. Arde. La mayoría de las veces me siento un fantasma.

De camino al segundo piso, me cruzo con Tulli y su tupida barba blanca, esa qué me impide ver su boca torcida, muy seguramente, en una mueca reprobatoria.

Sonrío sin enseñar los dientes.

-No te preocupes, Kröte*. Bajaré a comer tan pronto ellos terminen.

Sus ojos pequeños y oscuros se entrecierran ante mi apodo. Y aunque su mirada brilla con molestia mi falta, se hace a un lado y me deja seguir subiendo las escaleras. No respeto a Tulli. Y aunque ya no lo odio, su presencia constante jamás será grata para mi. Supongo que él solo hace su trabajo y yo, ante el dinero, siempre seré nadie.

Al entrar, dejo la puerta entreabierta -muy seguro de que nadie entrará, puesto que lo tienen prohibido- y me permito relajarme tirando mi bandolera sobre la cama a medio hacer: con la sabana estirada pero la cobija hecha una bola en una esquina. Me quito los zapatos y los lanzo tras mi espalda. Mi camisa sigue el mismo camino y luego, medio desnudo, me tiro en el sillón semi reclinable donde paso mis tardes leyendo junto a la ventana. Subo mis piernas en el borde de la misma y tuerzo un poco la cintura para sacar desde detrás del cojín blanco del sillón mi actual lectura.

La muerte seduce ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora