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CAPÍTULO 4
La necesidad de ser necesitadas
Es una mujer de buen corazón
enamorada de un oportunista;
lo ama a pesar de sus modales perversos que ella no entiende.
Mujer de buen corazón
"No sé cómo lo hace todo. Yo me volvería loca si tuviera que soportar todo lo que soporta ella."
"¡Y nunca la oí quejarse!"
"¿Por qué lo tolera?"
"De todos modos, ¿qué ve en él? Podría llevar una vida mucho mejor."
La gente tiende a decir esta clase de cosas sobre una mujer que ama demasiado, al observar lo que parecen ser sus nobles esfuerzos por mejorar una relación aparentemente insatisfactoria. Pero las pistas que permiten explicar el misterio de su devoto apego por lo general se pueden encontrar en las experiencias que tuvo cuando niña: La mayoría de nosotras crecemos y continuamos en los roles que adoptamos en nuestra familia de origen. Para muchas mujeres que aman demasiado, esos roles a menudo implicaban negar nuestras propias necesidades e intentar satisfacer las de otros miembros de la familia. Tal vez las circunstancias nos obligaron a crecer demasiado rápido, a asumir prematuramente responsabilidades de adultas porque nuestra madre o nuestro padre estaban demasiado enfermos física o emocionalmente para cumplir con sus funciones propias. O quizás alguno de nuestros padres estuvo ausente debido a su muerte o a un divorcio y nosotras tratamos de tomar su lugar, ayudando a cuidar tanto a nuestros hermanos como al progenitor que nos quedaba. Tal vez nos convertimos en la madre de la familia mientras nuestra madre trabajaba para mantenemos. O quizá vivimos con ambos padres, pero debido a que uno de ellos estaba furioso o frustrado o infeliz y el otro no reaccionaba a eso con apoyo, nos encontramos en el rol de confidentes, oyendo detalles de su relación que eran demasiada carga para que pudiéramos manejarla emocionalmente. Escuchábamos porque teníamos miedo de las consecuencias que podrían aquejar al progenitor que sufría si no lo hacíamos, y miedo de la pérdida de amor si no cumplíamos el rol que nos había tocado en suerte. Por eso no nos protegíamos, y nuestros padres tampoco nos protegían, porque necesitaban vernos más fuertes de lo que éramos en realidad. Si bien éramos demasiado inmaduras para esa responsabilidad, terminamos protegiéndolos a ellos. Al ocurrir esto, aprendimos a edad demasiado temprana y demasiado bien a cuidar a todos menos a nosotras mismas. Nuestra propia necesidad de amor, atención, cariño y seguridad quedó insatisfecha mientras fingíamos ser más poderosas y menos temerosas, más adultas y menos necesitadas, de lo que realmente nos sentíamos. Y habiendo aprendido a negar nuestro propio anhelo de que nos cuidaran, crecimos buscando más oportunidades de hacer lo que habíamos aprendido a hacer tan bien: preocuparnos por las necesidades y exigencias de los demás en lugar de admitir nuestro miedo, nuestro dolor y nuestras necesidades insatisfechas. Hace tanto tiempo que fingimos ser adultas, que pedimos tan poco y hacemos tanto, que ahora nos parece demasiado tarde para esperar nuestro turno, entonces seguimos ayudando, con la esperanza de que nuestro miedo desaparecerá y nuestra recompensa será el amor.
La historia de Melanie viene al caso como ejemplo de la manera en que el hecho de crecer demasiado rápido con demasiadas responsabilidades —en este caso, la de reemplazar a un progenitor ausente— puede crear una compulsión de atender a los demás.
El día en que nos conocimos, al terminar una charla que yo había dado a un grupo de estudiantes de enfermería, no pude evitar notar que su rostro era un estudio en contrastes. La
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Robin Norwood Las mujeres que aman demasiado
nariz pequeña y respingada, con sus pecas, y las mejillas con profundos hoyuelos y muy blancas le daban un atractivo aire travieso. Esos rasgos vivaces parecían fuera de lugar en el mismo semblante que revelaba ojeras tan oscuras bajo sus claros ojos grises. Desde debajo de su cabello castaño ondeado, parecía un duende pálido y cansado.
Había esperado a un lado mientras yo conversaba durante bastante tiempo con cada uno de los estudiantes que se habían quedado luego del fin de mi conferencia. Tal como sucedía a menudo siempre que tocaba el tema de la enfermedad familiar del alcoholismo, varios estudiantes querían hablar de cuestiones demasiado personales para plantearlas en el período de preguntas y respuestas siguiente a mi exposición.
Cuando se marchó el último de sus compañeros, Melanie me permitió un momento de descanso; luego se presentó y estrechó mi mano con calidez y firmeza sorprendentes en alguien tan menudo y delicado como ella.
Había esperado tanto tiempo y con tanta paciencia para hablar conmigo que, a pesar de su aparente seguridad, sospeché que la conferencia de esa mañana había tocado en ella un sentimiento profundo. Para darle una oportunidad de explayarse, la invité a caminar por el parque universitario. Mientras yo recogía mis cosas y salíamos de la sala de conferencias, ella conversaba con afabilidad, pero una vez que salimos al gris mediodía de noviembre se volvió silenciosa y meditativa.
Caminamos por un sendero desierto, donde el único sonido era bajo nuestros pies, el crujido de las hojas caídas de los sicomoros.
Melanie se detuvo para tocar con el pie un par de hojas en forma de estrella, con sus puntas curvadas hacia arriba como estrellas de mar secas, que dejaban al descubierto su pálido reverso. Después de un momento, dijo suavemente:
—Mi madre no era alcohólica, pero por lo que usted dijo esta mañana sobre la forma en que esa enfermedad afecta a una familia, es como si lo hubiera sido. Era una enferma mental, realmente muy loca, y eso finalmente la mató: Sufría profundas depresiones, iba muchas veces al hospital, y a veces permanecía allí mucho tiempo. Las drogas que utilizaban para "curarla" sólo parecían empeorar su estado. En lugar de ser una loca despierta, la convertían en una loca ida. Pero a pesar del efecto de esas drogas, a la larga se las ingenió para que uno de sus intentos de suicidio diera resultado. Si bien tratábamos de no dejarla sola nunca, aquel día todos habíamos salido un rato. Se ahorcó en el garaje. Mi padre la encontró.
Melanie meneó la cabeza con rapidez, como para dispersar los oscuros recuerdos que se habían congregado en ella, y prosiguió.
—Esta mañana oí muchas cosas con las que pude identificarme, pero usted dijo en su conferencia que los hijos de alcohólicos o de otros hogares disfuncionales con mucha frecuencia eligen como pareja a un alcohólico o un adicto a otras drogas, y eso no se aplica a Sean. A él no le gusta mucho beber ni drogarse, gracias a Dios. Pero tenemos otros problemas.
Apartó la vista, levantando el mentón.
—Por lo general puedo encargarme de todo —prosiguió, bajando el mentón—, pero está comenzando a afectarme. —Luego me miró de frente, sonrió y se encogió de hombros.— Me estoy quedando sin comida, sin dinero y sin tiempo, eso es todo.
Dijo eso como si fuera la culminación ingeniosa de un chiste, a la que hubiera que reaccionar con diversión, sin tomarlo en serio. Tuve que estimularla para que me diera detalles, lo cual hizo en tono desapasionado.
—Sean se ha marchado otra vez. Tenemos tres hijos: Susie, de seis años; Jimmy, de cuatro, y Peter, que tiene dos y medio. Estoy trabajando parte del tiempo como empleada en un hospital, trato de conseguir mi título de enfermera y de mantener la casa. En general Sean cuida a los niños cuando no está en la escuela de arte, o cuando no se ha marchado.
Dijo esto último sin una pizca de amargura.
—Nos casamos hace siete años. Yo tenía diecisiete y acababa de terminar la escuela secundaria. El tenía veinticuatro, hacía algunos trabajos como actor y estudiaba parte del tiempo. Yo solía ir a su apartamento los domingos y les cocinaba aquellos verdaderos festines. Yo era su chica de los domingos por la noche. Los viernes y sábados él tenía alguna actuación o salía con otra persona. De todos modos, todos me querían en ese apartamento. Mis comidas
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Las mujeres lala Where stories live. Discover now