⛸️ ⋆ O42

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Las horas pasan, entretejiéndose lentamente entre ellas para formar el entramado interminable de los días.

Es curioso cómo el hombre puede hundirse hasta las profundidades de su propia miseria y no reconocer la caída hasta chocar de lleno contra las rocosas consecuencias de sus actos. Allí, donde la soledad y la oscuridad son totales, sin nada de qué asirse ni escapatoria posible. Porque caer siempre es una salida, pero llegar al fondo, golpear de frente contra la realidad, estrellarse contra uno mismo, es lo peor y lo más difícil que podemos enfrentar.

Jeongin tocó fondo de la peor manera posible. Envuelto en un silencio sepulcral, no volvió a salir de la casa ni a levantar el teléfono para comunicarse con nadie. Chan y Mina, los únicos verdaderos contactos que tenía, fueron incapaces de perdonarle la muerte de su amigo y no volvieron a llamarlo. Ni siquiera lo dejaron ser parte del funeral, pero a Jeongin no le importó demasiado. Ya nada podría volver a importarle, realmente. Su vida había terminado esa misma noche, junto a la de Hyunjin.

El deterioro anímico que sufrió en días lo convirtió en poco más que una piltrafa humana. Sin noción del día o la noche, pasaba las horas derramándose en lágrimas y delirios sin sentido, pasando alternativamente del frenesí irracional al sopor más profundo. En uno de sus arranques de locura había quitado del closet toda la ropa de Hyunjin y la había desparramado sobre la gran cama, donde tantas veces se habían amado en una maraña de abrazos y besos, y desde entonces pasaba el día entero llorando abrazado a ellas, hasta adormecerse entre el perfume de ese cuerpo que ya no volvería a tener a su lado.

Sólo el desesperado lamento de los animales pidiendo agua y comida lograba movilizarlo en el final. Era entonces cuando, como un zombi, arrastraba su cuerpo hasta la cocina y con el mismo gesto ausente alimentaba a las afligidas mascotas. Sólo en ese momento Jeongin recordaba que él mismo no había probado bocado en días, y obligado por el primitivo instinto de supervivencia, comía lo primero que encontraba a su alcance, para luego volver a derrumbarse sobre el santuario de ropa que había creado en el dormitorio.

La casa entera se convirtió en reflejo de su alma, como un gran ser viviente sufriendo su misma desgracia. Las moscas se paseaban por las habitaciones, atraídas en un principio por el olor nauseabundo que salía de la heladera, y luego por la suciedad que iban dejando los animales, aburridos y atrapados dentro de aquellas paredes.

La mayor parte del tiempo las horas caían sobre él con la monótona inclemencia de la lluvia, y Jeongin no podía hacer más que resistirlas con los ojos abiertos y fijos en el techo, o cerrados y ocultos entre las sábanas, apretados de rabia y dolor, ardidos por las lágrimas y el insomnio. Pero también había momentos, alucinantes momentos, en que le parecía descubrir el rostro de Hyunjin observándolo desde las sombras. Era entonces cuando, desesperado, se lanzaba hacia la oscuridad abrazando la nada, desconcertado ante la ausencia que atrapaba contra su pecho, la fragilidad con que la visión se desvanecía entre sus dedos. Sucedía en los peores momentos, en aquellos en que el dolor era insoportable, tan intenso que le quitaba el aire y las últimas ganas de vivir. Dos veces había convulsionado preso de la debilidad de su cuerpo, y en ambas ocasiones la esbelta figura de su amante se había materializado ante él, envuelto en un aura de luz sobrenatural, hermoso y frío como un glaciar.

"Sí amor, ven a llevarme contigo" suplicaba sin palabras alargando las manos trémulas hacia la etérea silueta, pero a la mañana siguiente comprobaba con dolor que su deseo no se había cumplido.

La muerte no se apiadaría tan fácil de él. Ese sería su castigo.

[...]

El día en que ya no halló nada más que al gato para alimentar a los perros, Jeongin comprendió que no podía seguir así. Sin ser demasiado consciente de lo que hacía, se levantó de la cama, tomó una ducha de horas (no en el baño en donde había hallado a Hyunjin, éste permanecía cerrado desde aquella noche), se afeitó y peinó por primera vez en semanas. El rostro que le devolvió la mirada desde el espejo le resultó tan ajeno como el de un extraño. Había perdido tanto peso que las mejillas se le pegaban a los huesos de la cara, tan demacrado que parecía enfermo. Tenía sombras oscuras bajo los ojos, y éstos se veían irritados y sin brillo. Tal vez fuera eso lo que más temor le había dado al ver su propia imagen. Ese ente que decía ser él, tenía ojos de muerto; no había emoción alguna en su mirada, ni buenas ni malas. Ese ser no tenía vida.

Vestido con ropas de Hyunjin, como si aquella armadura le infringiera algo de valor, se dirigió al centro. El sol que no había visto en mucho tiempo le pareció chocante y antinatural, como un vampiro resentido de la claridad del día. Sintió el ritmo de la vida en la ciudad tan insultante que casi se pone a llorar. El tránsito, las voces, las risas... todo continuaba su rumbo aunque Hyunjin ya no estuviera. Todo seguía igual, como si nunca hubiera existido.

Tragándose la angustia, trató probar la primera comida decente en mucho tiempo, sentado en el restaurante preferido de su amor. Allí, a orillas del Neva, donde tantas veces habían almorzado juntos, Jeongin intentó enfrentar con la mayor coherencia posible la realidad que amenazaba con devorar las últimas migajas de su cordura. Tenía que actuar de forma racional o acabarían encerrándolo en un manicomio. No volvería a ver a Hyunjin, jamás, y ninguna locura que hiciera lo iba regresar; estaba muerto, tenía que asumirlo de una maldita vez. Lo único que le quedaba por hacer era ir a la embajada de los Estados Unidos, presentarse allí, dar alguna excusa idiota sobre su pasaporte y esperar uno nuevo, así podría escapar de aquel infierno y comenzar a rearmar las piezas de su antigua vida. Pero cuando quiso reflejarse en su pasado, vio un rostro desfigurado y reflectado en mil pedazos. Ese espejo estaba hecho trizas y era demasiado tarde para volver a unirlo.

Llegar a su país, ¿y luego qué? Ya no tenía casa, ni familia, ni amigos allí. Estaría tan solo como en Rusia, más extranjero aún, pues al menos en San Petersburgo había logrado construir un hogar propio, en cambio en América jamás había sido otra cosa que un títere manejado por sus padres.

Cambiar de prisión no significaba libertad. Llevaría los barrotes consigo a donde fuera, estaba prisionero en su propio interior. Escapar de sí mismo no era una posibilidad. Mientras su mente fuera su cárcel, jamás hallaría una salida.

No fue la puerta de la embajada de su país la que se encontró golpeando unas horas más tarde, sino la de las únicas personas que junto a Hyunjin habían formado parte de su mundo en aquel lugar. Chris no lo recibiría, eso era seguro, pero Mina sí lograría perdonarlo; recurriría a ese inexplicable instinto protector que en el fondo toda mujer tiene, ese reflejo maternal que todo lo tolera y todo lo comprende, y le daría la ayuda que necesitaba. Le gritaría, lloraría un poco, tal vez hasta le daría un par de bofetadas, pero en el final le abriría los brazos.

Volvió a llamar para que le abrieran. Un par de caritas sonrientes se asomaron tras el vidrio de una de las ventanas del segundo piso mientras esperaba que respondieran a la puerta, y dos manitas se agitaron felices cuando él les arrojó un beso a cada uno. Pero apenas si había acabado de hacerlo cuando los dos niños fueron arrancados de la ventana por una mano adulta, y las cortinas se cerraron bruscamente frente a ellos. Bien, al menos tenía la seguridad de que estaban en casa...

No insistió con la llamada. Rebuscando en su mochila, tomó lápiz y papel y escribió una nota breve. Luego la dobló y la deslizó por debajo de la puerta. Sin ninguna explicación coherente que lo justificara, permaneció de pie frente a la casa por varios minutos, observando con gesto nostálgico las ventanas que habían sido cerradas sistemáticamente frente a sus ojos en clara señal de desprecio. Hubiera dado cualquier cosa por escuchar el perdón de Mina. En verdad se hubiese conformado con un abrazo.

—Sigues soñando, Jeongin —se dijo a sí mismo echando a andar calle abajo, con la tranquila indolencia de quien ha pasado el límite de la locura—. Como si aún no hubieras aprendido que los mejores sueños nunca se hacen realidad.

Sólo las pesadillas, mi amigo. Sólo las pesadillas.

sangre sobre hielo ✦ hyuninDonde viven las historias. Descúbrelo ahora