LA FERIA ABANDONADA

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Esta historia tiene lugar en verano. El año no tiene importancia, aunque si os come mucho la curiosidad, tiene lugar en los años noventa, en un pequeño pueblo de Estados Unidos. En aquel poblado, nunca había nada interesante, y eso el pequeño Tom lo sabía.

Tom tenía trece años en aquel momento.

Como dije, nunca había nada interesante. Ni ferias, ni museos, ni exposiciones, nada. Como mucho un parque, no demasiado bien cuidado y una biblioteca. Ni siquiera un cine. Por suerte, (o desgracia, según se vea), había una ciudad a una hora en coche o dos en autobús, que tenía todo eso. A veces, Tom iba allí con sus amigos.

Pero esa noche de viernes, algo ocurrió.

Tom vivía cerca del único parque del pueblo. En esos momentos eran las doce de la noche. Ya había cenado y se encontraba tranquilamente tumbado boca abajo en su cama, leyendo un libro de terror, cuando una ligera brisa entró por su ventana y le hizo mirar en esa dirección.

La calle de su casa estaba completamente silenciosa, con la luz de las farolas con tono tenue. Algunas de ellas parpadeaban y daban al lugar un aspecto cuanto menos inquietante. Y eso era lo más suave que el pequeño Tom podía pensar.

Pero no fue eso lo que llamó su atención. Fue lo que vio más allá en el parque. Algo que estaba completamente seguro, no había estado esa tarde.

Donde estaba el parque, vio una feria.

No era una feria como la de Sevilla, más bien, se parecía más a un circo ambulante. Vio algunas casetas, cuyas lonas eran totalmente blancas o rojas o incluso blancas y rojas, cuyas rayas separaban los colores. Vio al fondo lo que parecía ser una noria vieja y gastada. Tom abrió mucho los ojos, se incorporó y se acercó al alféizar de la ventana, donde notó la brisa de verano en la cara. No hacía frío, pero el frescor de la noche tras un caluroso día, era de agradecer. Tom llevaba por toda ropa un pijama azul con camiseta manga corta y pantalón largo e iba descalzo.

Se quedó embelesado mirando la feria. ¿Cuándo la habían montado? ¿Cómo tan rápido? Seguramente cuando estaba cenando, se dijo. O incluso antes. Había estado toda la tarde jugando a la consola y tampoco había prestado atención a lo que pasaba afuera.

Un temor lo invadió:

¿Y si al amanecer, ya no estaba? Algo que había aparecido tan espontáneamente, podía desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Así pensaba Tom. Y eso fue lo que lo decidió: iría a ver la feria. No le pasaría nada, se dijo. Nunca pasaba nada en aquel pueblo. Los robos eran prácticamente inexistentes, porque solo había tiendas pequeñas y un único supermercado. Para ir al banco había que ir a la ciudad de al lado. Solo un instituto y un par de guarderías. Ni siquiera había secuestros. Todos en el pueblo se conocían. Tom podía avisar a cualquier vecino si había alguna incidencia.

Y con ese pensamiento, Tom se calzó los deportes (sin cambiarse de ropa, iría en pijama) y se deslizó por la tubería al lado de su ventana. Estaba en una segunda planta, pues vivía en una casa. Aterrizó en el suave jardín. Toda su casa estaba a oscuras. Probablemente, su familia ya estaría dormida. Decidió que entraría de nuevo por la tubería.

No es que fuera la primera vez que se escapaba de casa.

Ya lo había hecho otras veces antes, hace unos meses. Y siempre regresaba de la misma manera. Hasta ahora, había tenido suerte y no lo habían atrapado porque siempre volvía antes de que despertaran.

Tom corrió hacia la feria, que se alzaba imponente y fascinante al mismo tiempo en la quietud de la noche. Ni un solo coche, ni un solo niño o adulto. Ni siquiera un animal. Solo se escuchaba a Tom correr rápidamente, temeroso de que la feria fuera a desaparece al instante.

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