Capítulo 7

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Deslicé mi mano por la barandilla del palco y observé el coliseo en el que apenas minutos antes estaba luchando por mi vida. Todavía quedaban evidencias de la batalla allí acontecida, como las muchas abolladuras u oquedades que adornaban la pared o alguna llama que aún no se había extinguido.

Cuando el yefuk cayó inerte sobre el campo de batalla, no pude más y me desplomé ahí mismo.

Recuerdo imágenes borrosas de unos guardias arrastrándome fuera del lugar por el mismo pasillo por el que había entrado y dirigiéndose a un pasadizo que antes me había pasado inadvertido.

No sabía a donde me llevaban y apenas distinguía el sonido de sus botas contra el embaldosado suelo.

Pero no me importaba. Todo mi cuerpo ardía de dolor. Cada pequeño movimiento me provocaba dolorosos latigazos. Incluso para respirar tenía que hacer esfuerzos.

Los probablemente minutos que duró el trayecto me parecieron siglos tal y como estaba, pero la luz se hizo más pronunciada cuando llegamos a un pequeño habitáculo. Quienes me sujetaban me depositaron suavemente sobre un lecho en el centro de la estancia.

El cansancio y la lámpara de araña que ahora obstaculizaba mi visión me impedían abrir los ojos.

Diría que iba a desmayarme cuando una agradable sensación hizo que me relajara. El palpitante dolor desapareció como si nunca hubiera existido. Mi respiración se volvió constante y calmada de nuevo.

Fui a incorporarme pero una mano me detuvo posándose sobre mi pecho.

-No te muevas - alcancé a oír en lo que parecía un susurro.

No sabía quién me hablaba pero obedecí. Permanecí quieto, escuchando los movimientos de la persona que me acompañaba en aquel silencioso cuarto. Tampoco abrí los ojos, solo me deleité en lo bien que se sentía allí.

Instantes después, la voz se escuchó de nuevo, lenta y tranquilizadora:

-Puedes incorporarte.

Lo hice pesadamente, sin querer abandonar del todo esa calidez.

Solo entonces, abrí los ojos. La iluminada sala presentaba un diseño similar al de la fortaleza, con paredes nacaradas y luminosas. Una de las paredes la ocupaba en su mayoría una gran ventana de marco dorado que daba a una especie de patio exterior. En el suelo se extendía majestuosa una alfombra con exquisitos detalles. Los muebles eran escasos: un pequeño armario con espirales plateadas; una mesita de tres patas sobre la que distinguía frascos, un par de guantes y otros utensilios que no pude identificar; la cama que se encontraba bajo mi peso; y frente a mí, un cojín de lana con bordados rojizos en el que estaba arrodillada una muchacha.

-Veo que ya estás mejor - dijo con la misma voz que ya había oído antes.

Iba vestida con una túnica blanca decorada con flores de colores cálidos cuyas largas mangas me permitían ver las puntas de sus dedos, engalanadas con numerosos anillos. Su largo cabello castaño caía hasta su cintura describiendo pequeñas ondulaciones. Su flequillo ocultaba unos ojos marrones y despiertos y sus mejillas estaban maquilladas con los mismos motivos que su vestimenta y en su frente destacaba el emblema de los Oztana. Entre sus manos sostenía un cuenco carmesí con un líquido blanco crema que se balanceaba al ritmo de sus movimientos.

-Toma - tendió el recipiente hacia mí -. Bébetelo.

Lo cogí entre mis manos y lo llevé a mis labios bajo su atenta mirada.

Por todas las diosas. Sabía fenomenal.

Olvidé mis modales y que me encontraba junto a una desconocida y me puse a beber como si fuera la primera vez en días que lo hacía. Quizás se tratara de una bebida rejuvenecedora, a juzgar por la energía que empezó a aflorar por mi cuerpo. Bebí con avidez hasta que del elixir tan solo quedaron algunas gotas.

La joven a mi lado se rio disimuladamente.

Seguro que estaba ridículo.

-No hay nada como un poco de savia de Drunella para mitigar el dolor, ¿verdad? - opinó colocando el cuenco vacío en la mesita.

¿Dru-qué? Supuse que se refería a lo que acababa de probar.

Tenía toda la razón. Ya nada me dolía. Es más, sentía que podía enfrentarme a diez yefuk.

Aunque tampoco es necesario comprobarlo...

Sin embargo, mi sonrisa se esfumó cuando vi que las tres púas de mi rival seguían adheridas a mi brazo. Aparté rápidamente la mirada ante la espantosa escena.

La chica reparó en ello y, acto seguido, tomó los guantes de la mesa con suma delicadeza, como si se tratara de un objeto frágil y delicado. Sus dedos encajaron a la perfección con la elegante tela. Se giró de nuevo hacia mí, examinando mi brazo aún herido.

-Acércamelo - ordenó.

Me incliné para que pudiera verlo mejor. Luego colocó sus manos alrededor de uno de los pinchos y apretó. De repente se frenó y titubeó, antes de decirme:

-Los guantes de piel de Luimea deberían atenuar el dolor, pero quizás notes un ligero escozor.

Asentí como permitiéndole continuar y ella se puso manos a la obra.

Mejor nos saltamos la parte que describiría como la mayor tortura de mi vida.

Todavía tenía los nudillos blancos de tanto clavar las uñas en el colchón mientras la joven posaba la última púa junto a las otras dos.

¿Me creeríais si os dijera que no grité? Me da que no. Ni siquiera yo me lo creería.

Si esos guantes supuestamente reducían el sufrimiento, no quiero ni imaginar cómo sería la tortura sin ellos. Miré mi brazo y vi que no quedaba ni rastro de herida. Había hecho un buen trabajo.

Suspiré pesadamente, cuando el ruido de la puerta al abrirse hizo que votara en mi sitio.

El estruendo de las armaduras doradas fue suficiente para saber que los mismos guardas que me habían sacado de la arena habían regresado.

Estos compartieron una mirada con la chica a mi lado, que se limitó a asentir.

-Tienes que irte - dijo únicamente mientras comenzaba a guardar sus artilugios en el pequeño armario.

La verdad no tenía ganas de irme. Aparte de que ella era la única que me había hablado desde que llegué a Fennetya y gracias a su ayuda me había podido recuperar de la batalla, no sabía lo que me esperaba a continuación y, la última vez que eso ocurrió, acabé en mitad de un combate contra la criatura que me asustaba desde pequeño, por no hablar del insignificante detalle de que casi no salgo con vida de la situación. Sin embargo, negarse tampoco era una opción. Además, se suponía que ya había finalizado la prueba, ¿no? Sucediera lo que sucediera, ya no tendría que implicar misiones suicidas.

Con ese pensamiento en mente, me despedí tímidamente de mi curandera y fui tras los guardias.

Y ahí estaba, bajo la guía de mis escoltas, caminando a través de un palco tan silencioso como todo el lugar.

Me fijé en el espléndido trono que había servido de asiento de primera fila para la emperatriz Dayla durante la lucha. Pero ahora se encontraba vacío. Cuando pasamos junto a él, pude ver el último vestigio del coliseo y comenzamos nuestro trayecto por laberínticos pasillos.

Yo me dediqué a juguetear nervioso con el borde de mi camisa, que seguía tan desaliñada como cuando abandoné Mydga.

Mi hogar... Hacía escasas horas que lo había dejado atrás, pero el pesar seguía ahí, y no creía que se fuera a ir nunca. ¿Qué estarían haciendo mis amigos y seres queridos ahora que no estaba? ¿Pensarían en mí? Mis padres, Dynex, Miryor, la abuela Guzelle, Selenne... El recuerdo escocía como si me clavaran cien púas de yefuk en el corazón.

De repente, choqué con la espalda del guardia que tenía delante. Parece que habíamos llegado a nuestro destino.

Dos puertas tan blancas y brillantes que podía ver mi propio reflejo se alzaban majestuosas bajo mi incrédula mirada. Hasta cuatro personas hicieron falta para que el pórtico cediera. Una vez abierta, los cuatro guardias formaron una especie de corredor para darme paso a la sala contigua. Con paso vacilante, entré en el aposento. Esta vez los guardias ya no me siguieron, solo cerraron la puerta, dejándome solo con el silencio reinante.

Me permití observar la estancia. Estaba casi enteramente dominada por dos estanques de aguas cristalinas, poblados de algas, nenúfares, ranas y algún que otro peculiar pez. Un puente no muy alto lo partía en dos, sus barandillas decoradas con ramilletes de peonías blancas y azules. Al otro lado, destacaba sobre lo demás una imponente estatua de mármol que representaba a un guerrero situada en el centro de una fuente, cuyo chapoteo rompía la monotonía del lugar. Cuatro ventanas en las paredes a mis lados permitían a la luz del sol filtrarse a través del cristal, dándole un aire de ensueño.

Miré mi atuendo e hice un mohín. Y mira que poco me suele importar mi aspecto pero...

Fastidio la decoración...

Un carraspeo me sacó de mis ensoñaciones.

Quien sabe en qué momento había aparecido, pero ahí se hallaba la emperatriz Dayla, con su porte majestuoso y perfecto.

Su mirada bastó para que mis pies respondieran solos, cruzando por el puente y acercándome a su figura. De cerca pude apreciar mejor sus rasgos, "inhumanamente bellos", como los describían en muchos libros.

Cualquiera pensaría que tenía quinientos años recién cumplidos.

Permanecimos un buen rato sosteniéndonos la mirada, con el gorgoteo del agua de la fuente como banda sonora. Finalmente alzó la voz, que rebotó en las paredes como eco:

-Kinam Lafhar, has superado con éxito la prueba. Desde ahora, lucharás por y para Indiora. Desde ahora, tus poderes defenderán la paz dentro y fuera de las murallas de nuestra nación. Desde ahora, serás Oztana, descendiente de Shimert y portador no solo de sus poderes, sino de su valentía y su lealtad.

La emperatriz se había vuelto brillante. Toda su silueta desprendía haces de luz cegadores. Se elevó por encima del suelo ligera como una pluma. Sus ojos se mantenían cerrados mientras entonaba la letanía. Las cuatro gemas de su collar se encendieron como soles y me obligaron a entrecerrar los ojos. Formó un triángulo con sus dedos y yo solo podía observar, seguramente con la boca abierta, la escena.

Con un movimiento, hizo que la luz me envolviera y cerré los ojos.


El juramentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora