Capítulo 2

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Julia

Me aferré a la butaca del copiloto como si la vida me fuese en ello. Me negaba rotundamente a bajar del vehículo.

Había tolerado su manera tan descarada de efectuar su amistad, mantuve distancia cuando nuestras disputas se enfocaban íntegramente en la persona que me alejó de su lado.

Su trato era cálido, cercano y fraternal.

Estaba celosa y apagada. Era una sensación frustrante y lastimosa. Era un sentimiento simultáneo y equilibrado.

En los últimos meses he recibido tantas reprendas que he llegado a sopesar las posibilidades de mi oposición. Tal vez sea yo la que esté mal. Tal vez esté exagerando y mi paranoia me proyecte cosas donde no las hay.

Tal vez sea yo y no él.

Me lo pregunté mil veces.

He buscado una respuesta a esa incógnita que me amartillaba constantemente la cabeza.

¿Por qué con ella sí y conmigo no?

—¿Vas a bajar? – Me preguntó.

—Sí.

Lydia me rodeó los hombros con un brazo para atraerla hacia ella.

Axel nos esperaba en una mesa pegada al ventanal del local.

A medida que avanzábamos al sitio acordado, dos melenas pelirrojas suspendieron nuestra caminata. Molly y Madison me extendieron los brazos con el propósito de envolverme en achuchones.

— ¡Julia! – Me llamaron al unísono.

Las recibí con mis extremidades superiores extendidas. Ambas habían sido colegas de la formación grupal de Tenis desde el bachillerato. Y, en las pocas competencias que compartimos en aquella época y tras mi admisión universitaria, tuvimos la dicha de reencontrarnos.

Desglosamos el abrazo para saludarnos por separado. Madison tomó la iniciativa de arrimarse a recibir a Lydia y a Rush.

—¿Qué tal? – Estrecharon sus manos en un saludo correspondido.

—No es mi intención ser chocarrera, pero me estoy congelando. ¿Podemos entrar? – Interrumpió Lydia.

Todos asentimos y retomamos nuestra caminata.

Entretanto los meseros nos tomaban la orden, me limité a guardar silencio y espectar las conversaciones que entablaba la mayoría de los presentes en la mesa.

En el transcurso de la tarde, no me dedicó ni una mirada.

De mi bolso extraigo uno de los manuscritos que retiré de la biblioteca y doy comienzo a mi lectura. No me apetecía charlar de trivialidades que no comprendía.

No pasaron siquiera quince minutos hasta que la campanilla sobre la puerta emitió un tintineo. Por instinto o idiotismo interior levanté la cabeza del escrito a la entrada.

Mi cuerpo perdió la movilidad y el color de mi piel se esfumó. La petrificación indisimulada de mi semblante me cortó el paso del aire por unos pocos instantes.

La repugnancia que me invadía cuando tuvo la decencia de despegarse de su móvil para guiarla hacia nuestra mesa me sacudió las entrañas del abdomen.

Reparo de soslayo la cercanía de Lydia y enarco una ceja.

—¿Esa no es la rubia de esta mañana?

—Sí.

Se prescinde a seguir conversando y se acopla en su sitio.

Necesitaba pirarme del lugar que me aspiraba la poca voluntad acopiada, porque tarde o temprano le lanzaría una silla por la cabeza o la colgaría del ventilador y es algo de lo que no me arrepentiría jamás.

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