El inicio de todo

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La primera vez que entré en contacto con el ballet fue cuando tenía cinco años. Estaba sentado en la sala de mi casa viendo el televisor y transmitían un programa variado infantil en el cual presentaron un fragmento del segundo acto del ballet Coppelia. Me fascinó sobremanera lo que vi. Cuanta magia y fantasía había en aquella escena donde los bailarines interpretaban muñecos en una especie de juguetería. Por supuesto, en aquel entonces yo no era capaz de saber exactamente qué significado tenían aquellos suaves gestos que me cautivaron enormemente.

Recuerdo que una hora después me puse a tratar de imitar los movimientos que había visto en el televisor, con tan buena suerte, que mi padre me sorprendió. Nunca he comprendido, _ ni comprenderé_ ese absurdo desdén machista hacia el arte, y más específicamente, hacia el ballet. Mi padre era el típico macho cubano, orgulloso del sexo varonil. Para él resultaba una ofensa mayúscula que hubiese hombres que bailaran profesionalmente. Aquella tarde recuerdo que me regañó fuertemente. Llegué a creer que iba a golpearme, pero por suerte no lo hizo. En cambio, me gritó cosas horribles:

_ ¡¡Los machos no hacen esas pajarerías!! ¡Los machos juegan pelota, bolas, bailan trompos o se bailan a una jeva en la cama! Pero nunca... Óyeme bien Raúl ¡Nunca bailan cositas raras de esas! ¡Que no te vuelva a ver en esa gracia!

Evidentemente no estaba dispuesto a ganarme una paliza de mi papá. Una vez me azotó con un cinto y estuve sin poderme sentar un día entero, con toscas marcas moradas en los glúteos y las piernas. Mi mamá le peleó bastante y lo acusó de salvaje. Desde aquel entonces le tuve terror a mi papá y trataba de obedecerle en todo y de no molestarlo con tal de que no me golpeara. Era el rey de la casa. Su palabra era ley.

Dos años después, descubrí que me gustaba bailar, pero no me atrevía a hacerlo por temor a ocasionarle un fuerte enojo a mi papá. Ya tenía la amarga experiencia de que mi maestra de segundo grado había preparado una danza campesina en la que primero fui el principal, pero cuando él se enteró me obligó a dejarlo. En vano mamá trató de interceder por mí. La negativa fue rotunda:

_ Ningún hijo mío varón va a bailar como mariquita delante de nadie.

_ Jerónimo, _ trató de explicarle mamá._ Raúl no es el único que va a bailar. Otros varones de su aula...

_ ¡Te dije que no Eleonora!_ rugió papá._ ¡Raúl no va a meterse en nada de bailecitos y esas pajarerías! ¡El tiene que ser macho-macho! ¡Primero lo mato antes que verlo en algo de eso!

Así era mi padre. Así pensaba Jerónimo Emiliano Nieves Rodríguez. No pude bailar, y nadie supo cuanto me dolió no poder hacerlo. Decidí sepultar el arte, principalmente la danza, aunque aún soñaba con bailarinas danzando con sus tutús clásicos como platos confeccionados con tules y encajes. Aún se me aceleraba el corazón al ver por la televisión escenas de ballets y hacía un esfuerzo supremo por no imitar aquellos gestos que me encantaban.

Mi padre decidió que yo debía hacer deportes para fortalecerme y que supiera defender y no dejar que nadie me metiera el pie. Primero fue el boxeo. Solo asistí una vez. Recibí un puñetazo que me rompió el labio inferior y fue suficiente para colgar los guantes.

Después el béisbol. Asistí un mes entero. Me gustaba, pero yo era pésimo al bate y la mayor parte del tiempo estuve en la banca. Desistí.

Detrás siguieron el fútbol, el baloncesto, esgrima, atletismo. Nada. Al final, siempre la misma historia. Terminaba dejando los entrenamientos. Me gusta el deporte, pero no para practicarlo yo precisamente. Y eso era algo que mi papá no entendía.

Un día, o mejor dicho, una tarde, me tomó de la mano y me llevó a un sitio. Era una pista deportiva donde entrenaban kárate. Fue donde más duré. Practiqué kárate durante dos años. Tuve un profesor exigente, que veía buenas aptitudes en mí, _no acabo de entender donde_ le decía a mi papá que yo era de sus mejores alumnos. Realmente trataba de hacer las cosas lo mejor posible con tal de tener contento a mi padre. Memorizaba todas las catás que nos enseñaban, lanzaba patadas y golpes que los otros chicos envidiaban, y a veces, hasta yo mismo impartía clases a los niños más pequeños o que se iniciaban, a petición de mi entrenador. Fui a algunas competencias, incluso, en una ocasión llegué a nivel provincial y obtuve medalla de oro. Papá estaba feliz, orgulloso. Ya me veía como una gloria del deporte. Decía que yo iría a estudiar a la EIDE de Camagüey. Apenas tenía yo tiempo para soñar con bailar. Hasta un día...

CON LA FUERZA DEL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora