IV: Los cuentos de hadas para mí no existen

416 63 86
                                    

- ¡Y entonces, el valiente caballero sacó su lanza para enfrentar finalmente al terrible guardián del castillo y así liberar a la princesa! 

- ¡A la izquierda, a la izquierda! 

- ¡A la derecha! ¡Guarda con las espinas! 

- ¡Nooo, profe Pablo, está atrás tuyo! 

- ¡Dale, dale que te gana!

Internamente muerto de risa ante las exclamaciones de sus pequeños espectadores pero manteniendo el rostro serio de su personaje, Pablo blandió el palo de escoba (que oficiaba como su lanza) en todas las direcciones que le indicaban, rodando por la alfombra de la biblioteca mientras atacaba a su enemigo invisible y bufaba para remarcar el esfuerzo de la lucha. La burda armadura de cartón que llevaba en el pecho, ya acostumbrada a sus movimientos, apenas emitía un débil crujido de protesta. 

Y sentada sobre una silla de madera unos metros más adelante, llevando un vestido verde, polera blanca y cancanes negros, estaba su mejor amiga, Atenea (o como todo el mundo la llamaba, Flaqui, debido a su silueta desgarbada), quien interpretaba a la princesa prisionera. Un antiguo bonete de cumpleaños bastante maltrecho adornaba su ondulado cabello castaño. 

- ¡Vamos, mi príncipe! - exclamó, con un fingido llanto, acercando una servilleta de papel a sus ojos marrones ligeramente achinados- ¡Acá te espero! ¡Yo confío en vos! 

- ¡Mirá, se tropezó el dragón!- intervino una niña castaña con guardapolvo violeta, poniéndose de pie- ¡Ahora, pegale! 

- ¡Esto es por la princesa! ¡AHHHHH! 

El cordobés elevó el palo de escoba sobre su cabeza y con un aullido de guerrero feroz, lo enterró en uno de los almohadones del sillón, arrancando un revuelo de gritos victoriosos y aplausos por parte de los niños frente a él. Inmediatamente, tal como si hubiese sido liberada de un hechizo, Atenea se puso de pie y corrió a su lado para abrazarlo. 

- ¿Vieron qué valiente, cómo le ganó al dragón?- comentó a la audiencia, colocando su mano sobre su pecho- ¡Ahora soy libre! ¡Gracias, mi príncipe! 

- ¡Te tiene que dar un beso!- reclamó otra pequeña, con el cabello tan naranja como las zanahorias- ¡Así terminan todos los cuentos! ¡El príncipe y la princesa siempre quedan juntos!

Los dos amigos se miraron y suspiraron, y, resuelto a cumplir aunque fuese mínimamente el capricho al público de liliputienses, Pablo se puso en puntas de pie y dejó un suave beso en la mejilla de la castaña, haciéndola reír. Y aunque hubo algunos murmullos de inconformidad, la mayoría del grupo los ahogó rápidamente en un renovado aplauso. 

- Y los dos vivieron felices para siempre. Colorín, colorado, ¡este cuento acá está terminado!- pronunciaron Pablo y Atenea a la vez, inclinándose para hacer el saludo final. 

- ¡SIII! ¡Que viva el amor!- gritó la niña pelirroja, saltando emocionada junto a sus amigas.

- ¡Bueno, bueno!- exclamó Verónica, la maestra jardinera a cargo- ¡Nos vamos preparando para irnos! Pero antes denle las gracias al profe Pablo y a la profe Atenea, que nos contaron este cuento tan bonito. 

- ¡Gracias, profeees!- respondió un adorable coro al unísono.

- De nada- replicó el cordobés, sonriente- Y ahora vayan, vayan que tienen que ir a tomar la leche. ¡Pero se portan bien, eh!

Entre gritos de emoción, los diez alumnos de la sala violeta se abalanzaron a formar en fila frente a la puerta, aún comentando el relato vivido, mientras que la Verónica se giraba para despedirse de sus actores de lujo. 

Escalera de caracol [Scaimar]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora