CAPÍTULO 4: Mis Hermanos Jefes de Pandilla

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Nuestro padre nos crio a los tres sin la ayuda de una madre, pero contrario a la expectativa que se forma al conocer a un padre soltero, el nuestro no era más que un vil jefe de una extensa red criminal.

La mitad de la ciudad Santa Clara le pertenecía. Los políticos y municipios le pedían permiso cada vez que querían hacer un evento social, y las productoras de música le arrendaban teatros y estadios cada vez que traían a alguna banda o artista.

El vehículo cruzó por debajo de un puente, y luego viró hacia una calle sin salida, que en realidad era un pasaje repleto de casas humildes hechas de madera, con tejados de zinc y patios de tierra seca, algo muy raro en la ciudad, pues en el centro todo está lleno de edificios, cemento y letreros luminosos.

Mi padre se bajó del auto y le dijo al chofer que lo esperase. Yo me bajé y lo seguí, y entramos a una casa donde había estacionada una camioneta muy grande al costado, y también un auto color verde, con un adorno de cofre en el capó, una mujer desnuda enseñando los senos con sensualidad.

En el patio trasero había algunos montículos de tierra de aspecto rectangular redondeado, y una pala apoyada contra la pared, con restos de tierra en su borde metálico.

El interior de la casa estaba lleno de humo, un olor a planta quemada. Había revistas eróticas por el suelo de cerámica roja, cajas de pizza vacías y cajitas blancas de cartón fino abiertas, con huesos limpios y restos de grasa en su interior.

Cruzamos un marco sin puerta y llegamos al living, donde el humo era más denso.

Un sofá negro repleto de migas de pan estaba siendo ocupado por un chico regordete de gorra blanca hacia atrás. Era moreno, vestía una camisa de cuadros grises y negros, un pantalón grisáceo y gafas muy grandes para la vista. En sus manos sostenía un mando de consola, y sus ojos estaban enfocados en la televisión del frente, mientras una chica rubia sentada a su lado, con mucho maquillaje y falda corta, le acariciaba los hombros y el pecho, mirándolo con deseo y avidez sensual. Estaba drogada.

Un poco más allá, cerca de la cocina, había una mesita con botellas de vino y agua ardiente a medio beber, un cenicero sucio y manchas de alcohol rojo sobre la madera.

En una silla cercana, muy cómodamente sentado, había un chico muy alto de torso monumental, tez trigueña tostada, cabeza grande y redonda, cabello negro muy corto; él vestía una camiseta blanca sin mangas que resaltaba sus enormes brazos, y un pantalón gris ceñido a sus anchas piernas. Una chica de ropas ligeras, casi en bikini, estaba sentada sobre sus piernas. Ésta le daba nuggets de pollo en la boca al chico musculoso, quien sonreía y masticaba mientras la miraba a los ojos, al tiempo que la tomaba de la cintura con sus grandes manos.

Pero toda esa atmósfera se desvaneció de golpe cuando advirtieron la presencia de nuestro padre.

El chico regordete se sobresaltó y se puso de pie un poco alarmado, soltando el mando sin siquiera poner pausa a su juego. Las chicas se voltearon hacia mí con la vista perdida, como si apenas comprendieran lo que pasaba a su alrededor, pero sonrieron al verme, como si les complaciera mi existencia. En cambio, el tipo grande tragó su comida, se limpio los labios con la lengua y se me quedó mirando fijamente, como si me estuviera evaluando.

Cuando los ojos del chico regordete se enfocaron en mí, éste sonrió muy alegre:

―¡Oh!, ¡así que este es nuestro hermanito! ―exclamó mientras se acercaba de buen ánimo. Me tomó con sus manos por debajo de mis hombros y me alzó en el aire, diciendo―: ¡Qué liviano estás! ¡No importa, yo te haré subir de peso!

―No lo harás, Élforas ―intervino mi padre secamente.

―Oh... Entonces, ¿qué debo hacer con él? ―preguntó, al tiempo que me dejaba en el suelo y mi expresión pasaba del susto a la incertidumbre.

SOLO UNO: Un Mundo sin MUERTE donde Todos Compiten para SALVARSEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora