CAPÍTULO 3: Consejos de un Mafioso

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―Aquí está el niño que pidió―le dijo el repartidor a mi padre, cuando colocó la jaula portátil en el suelo de la acera.

Mi padre puso su firma en una tableta que el repartidor llevaba a todos lados. Su firma era recta y fría, como los barrotes puntiagudos de una cárcel que no dejan escapar ni entrar a nadie.

Como el repartidor debía llevarse la jaula, abrió la rejilla y por fin pude salir al exterior. Me puse de pie y me sacudí las rodillas y los codos, y luego miré a mi padre, un hombre alto y delgado, canoso, de rostro viejo pero terso, una expresión severa y distante en su rostro, y, como no, llevaba puesto su característico traje de terno gris, con camisa blanca y corbata negra. No parecía un pandillero.

El repartidor se dio media vuelta y subió a la cabina del conductor, al tiempo que decía en voz alta a su compañero chofer:

―¡Siguiente parada, Santa Ana!

Fue entonces que mi padre y yo nos miramos fijamente, él hacia abajo y yo hacia arriba. Sus ojos eran grises y la línea de su boca tan plana como el horizonte del mar. Él me miraba con la intención de sondearme, mientras que yo lo hacía por curiosidad, con la tímida intención de empezar una conversación.

De pronto, con total sobriedad, él se dio media vuelta con la clara intención de enseñarme algo. Su rostro apuntó hacia la casa que teníamos justo enfrente.

―¿Ves esa casa? Es una de mis propiedades.

―¿... Vamos a vivir ahí?―pregunté, completamente desconcertado y parpadeando de incredulidad.

―No ―respondió mi padre, sin el menor indicio de burla ni agresividad―. Aquí permito que mis subordinados se droguen, beban y pasen el rato con mujeres. Por supuesto, no es el único sitio donde lo hacen. Pero quería mostrarte este en concreto porque, según yo, así es como debería verse un lugar donde la gente se arruina a sí misma.

La casa estaba quemada. Se había incendiado hacía mucho. Había paredes chamuscadas, con rayones, otras derrumbadas, dejando escombros de ladrillos rotos en el suelo. El piso, antes de cerámica, estaba quebrado en muchas partes, sucio de orines, manchas de alcohol y otras sustancias corporales. Las ventanas estaban rotas y sin protección, y el suelo del terreno estaba árido e infértil, con plantas que brotaban resecas y que no servían para nada, solo para afear el sitio y hacer más difícil su acceso y salida.

Mi padre, Don Gelífero el Canoso, volvió a girarse hacia mí, y me dijo tranquilamente con su voz serena pero implacable:

―Tú serás mi hijo de ahora en adelante. Sigue mi guía y no acabarás como esta casa. Sigue mi guía y serás temible y respetable. Te lo aseguro, no necesitas nada más. Es la vida más conveniente para un ser humano ―fueron sus palabras, frías y sólidas tal hielo milenario.

Yo me quedé de piedra en completo silencio, mirándolo con cierto temor y fascinación a la vez. Pero al final, después de tragar saliva y ajustar mi garganta, me las arreglé para decir temblorosamente:

―¡Sí..., entiendo!

―Bien ―dijo mi padre, asintiendo con el ceño levemente fruncido.

Entonces, sin añadir nada más, él me dio la espalda y empezó a caminar hacia la esquina donde había un vehículo negro muy elegante pero sencillo, limpio y sin ningún adorno en su superficie lisa. Los vidrios estaban blindados y oscurecidos, para ver desde adentro hacia fuera pero sin que nadie pudiera ver el interior desde afuera.

Cuando mi padre se hubo subido al vehículo, él tomó asiento detrás del puesto de copiloto. Yo intuí que debía seguirlo, además de sentir la necesidad de hacerlo, así que abrí la puerta y tomé asiento a su lado. El lugar del piloto estaba ocupado y, con las manos puestas en el volante, el chofer que vestía de traje blanco adivinó las intenciones de mi padre:

SOLO UNO: Un Mundo sin MUERTE donde Todos Compiten para SALVARSEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora