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Se sentía como un insecto atrapado en un charco de aceite, con las alas pesadas y la mirada turbia. Se movía con dificultad mientras el resto observaba su agonía. Ningún esfuerzo era suficiente para entender lo que ocurría, le costaba hasta respirar.

Acostumbrado a pasar inadvertido, ahora Jimin estaba en el centro de las miradas y no podía escapar.

La foto estaba ligeramente desenfocada, pero no había duda, era el, y cualquiera lo reconocería. Era un primer plano, de frente, con iluminación blanca, fantasmal. Con el cabello rubio y rizado, y un gesto de traviesa alegría, dejaba ver su torso desnudo y miembro. En un costado del encuadre se veía algo que parecía ser una botella de licor.

La fotografía había corrido como pólvora y con la misma capacidad destructiva. Antes de que terminara el fin de semana, esa imagen había logrado viajar de pantalla en pantalla afilando las miradas y convirtiendo en veneno la saliva de cientos, acaso miles, de curiosos.

Llamadas perdidas. Mensajes que iban desde el insulto hasta el morbo, desde la curiosidad malsana hasta la burla. Redes sociales, portales de fotos, mensajes electrónicos... Jimin estaba en todas partes, y al mismo tiempo Jimin estaba en su cama, con la almohada cubriendo su cabeza mientras pronunciaba en voz baja y desgarrada: "Esto no puede estar sucediendo, esto no puede estar sucediendo, esto no puede estar sucediendo...".

En un primer momento no se atrevió a decir nada a sus padres. "Los milagros a veces ocurren", se dijo a sí mismo con la lejana esperanza de que el incendio se apagara espontáneamente, de que esa persona que había recibido el mensaje tuviera la sensatez, la solidaridad, ¿la piedad?, de eliminar la imagen.

El sábado por la mañana, cuando había llamado a su mamá para que le recogiera de casa de Felix, le había dicho que se sentía mal, que había comido algo que le había provocado dolor de estómago y que había vomitado durante la noche. "No habrás bebido, ¿no?", preguntó su madre cuando pasó por el, como si eso fuera lo peor que podía haber ocurrido en esa reunión.

Llegó a su cuarto y se encerró. Su teléfono no paraba de vibrar. Alguien tocó a la puerta y Jimin gritó: "¡No me siento bien, voy a dormir un poco!". Pero ese alguien insistió. Cuando abrió, vio a su hermano Yoongi, de 12 años, que con ojos de angustia le mostraba en el computador portátil, a toda pantalla, la foto que había llegado a su correo.

Avergonzado, Jimin sintió que las lágrimas se le desbordaban. La rabia y el miedo también.

Cuando era niño y tenía algún problema, cruzaba la calle a la casa en la que vivía la abuela. Entraba a la cocina y se abrazaba de su cintura sollozando. La abuela se agachaba, se limpiaba las manos con un trapo, le secaba las lágrimas, de tristeza o de furia, y le decía: "Quienquiera que haya provocado esto, se las tendrá que ver conmigo". Jimin creía en esas palabras, en esa voz que lo apaciguaba todo, en esa presencia más grande y poderosa que la de cualquier superhéroe. "Ya nadie podrá hacerme daño, la abuela está de mi lado".

Pero la abuela se había ido para siempre un año atrás. La casa se había quedado vacía y ya no existía ningún lugar en el mundo adonde Jimin pudiera correr en busca de sus manos cálidas. Su salvavidas, su chaleco blindado, su armadura, su abuela ya no estaba más.

De vez en cuando su voz volvía, mágica, con el viento. Voz que escapaba de la muerte, para sostener la vida de Jimin. Las palabras de la abuela llegaban como un susurro y luego, sutilmente, se desvanecían.

Luego de mostrarle la imagen que circulaba a través del correo electrónico, Yoongi no hizo preguntas. Solo apagó la computadora, cerró la puerta y sin hacer ruido se quedó, durante toda la tarde, junto a Jimin, acariciándole el cabello humedecido por el llanto.


La lluvia sabe por qué  [Kookmin] [Adap]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora