Capítulo V: La hogaza de pan.

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Había pasado un tiempo desde que los gritos y ruidos habían cesado. Lo que me llevó a preguntarme si aún quedaba alguien con vida al otro lado de la puerta, y no me quedaría encerrada aquí por siempre.
Ya para este entonces, había logrado hacerme un improvisado atuendo con las sábanas de la cama. Más bien, las había enrollado alrededor de mi cuerpo en forma de vestido, ignorando el hedor rancio que manaba de ellas. Y aunque la idea de rasgarlas y hacerme algo más llevadero pasó por mi mente, no me atreví. Lo que había visto en el pasillo aún rondaba por mi cabeza y temí que si rasgaba aquellas sábanas por muy viejas que estuvieran podría terminar como una de esas personas que estaban colgadas de las paredes.
No obstante en algún momento decidí buscar por algún tipo de arma que pudiera usar. Pero no encontré más que papeles y pergaminos. Llevándome a la loca idea de arrancar unos de los candelabros que adornaban las paredes y utilizarlo como arma, pero estaban demasiado calientes y por lo que pude observar hubiera necesitado algo más que mis manos para poder hacerme con uno.

“Tal vez la silla” pensé en ese instante, imaginando que podría sacar unos de los candelabros si me las arreglaba para impactarlo con la silla. Pero aquella mole fue inamovible. En cambio, cavilé sobre  romper una de sus patas, y utilizarlas como estacas o simplemente como una barra de madera. Pero el miedo me volvió a invadir quitándome la poca valentía que había aflorado en mí. Haciéndome recordar nuevamente a las personas encadenadas a las paredes.
Y aunque imaginé que seria cuestión de tiempo que algunos de esos hombres con espada traspasaran la puerta, me quedé inmóvil en una de las esquinas donde ahora me encuentro, deseando que quien atravesara la puerta fuera el hombre del velo y no los hombres de la otra estancia. Pero ahora ya ni siquiera estaba segura de que alguien fuera a atravesar la puerta. Había pasado demasiado tiempo.
La sed ya me consumía por dentro, me sentía la garganta agrietada y los labios secos. El solo gesto de tragar mi propia saliva se había convertido en un acto tan doloroso que me hacía agua los ojos. Por mis cálculos entendía que había estado encerrada más de un día en la celda donde había despertado y desde entonces ya había pasado medio día desde que había visto por última vez al hombre del velo. ¿Cuanto más podría durar sin beber una gota de agua?
Por suerte, al cabo de un rato que pareció una eternidad, sentí voces y ruidos al otro lado de la puerta. Y al oír el sonido de la cerradura, un escalofrío de miedo me recorrió el cuerpo. ¿Sería el hombre del velo o los hombres de las espadas? Era la pregunta que helaba mi piel. Uno significaría la vida y otro la muerte.  Y por estúpido que pareciera había llegado a intuir que el hombre del velo no me haría daño, ya que si hubiese estado en sus planes hacerme algo ya lo habría hecho, dejándome a merced de los hombres de las espadas o simplemente quitándome la vida.
No obstante, no podía estar segura, no después de lo que había visto en el pasillo. Fuera como fuera, el hombre del velo era otro de esos sádicos. Y en este punto me sentí como una idiota, al no haberme hecho con un arma con la que defenderme, por inútil que fuera, así no entregaría mi vida tan fácilmente.
La puerta se abrió de un tirón, y de ella emergió el hombre montaña acompañado por otro hombre al que nunca había visto. Estaba ensangrentado y su rostro dejaba ver la ira que habitaba en él.

—¡T’i Vbutf Kilbuio! —Dijo al verme, con una mirada que me removió el alma, a la vez que señaló hacia la esquina en donde me encontraba. Mientras el otro hombre me miró de reojo.

“¿Quiere que me quede aquí?” no comprendía nada, pero no me atrevería decir nada. Por lo que me quedé casi petrificada en la esquina en la que me encontraba.

El hombre montaña fue hasta la enorme mesa que ocupaba el centro de la habitación y se limpió la sangre de sus manos en sus propias ropas, las que no estaban cubiertas por el camisón de malla. Buscó entre los pergaminos y abrió un compartimento secreto que había en la mesa y que yo había pasado por alto. De él extrajo una pequeña barra metálica que parecía un cuchillo, pero que pronto comprendí que se trataba de una pluma antigua, de las que salían en las clases de historia. La mojó en una tinta verde y escribió algo sobre un trozo de papel que entregó  al otro hombre. El cual gesticuló una pequeña reverencia con la cabeza y abandonó la habitación tan deprisa como pudo.

“El también le teme“ pude deducir en el rostro del hombre que no conocía.

Mientras tanto el hombre montaña, se sentó en la silla que para mí entender lucía como un estrafalario trono. Y me dirigió una mirada que me hizo apartar la vista y mirar al suelo. Pudiendo sentir como sus ojos se clavaban en mí, no levanté la vista hasta que sentí sus pisadas recorriendo la habitación hasta salir de ella. Atrancando la puerta tras él.

“¿Quiénes eran estos enfermos?¿ Cómo había terminado en aquella situación?” las preguntas ya carecían de sentido. No podía explicarme a mi misma nada de lo que me estaba sucediendo.

—Si la sed y el hambre no me mata antes, ellos lo harán —murmuré para mí. Sabía que tenía razón. ¿Cuánto más podría aguantar antes de que algo sucediera? Pero pasase lo que pasase, me juré a mi misma que no dejaría que me hicieran lo que le habían hecho aquellas personas. Antes me quitaría la vida.
Sin pensar más en lo que podría pasarme, me levanté y corrí hacia la mesa, necesitaba hacerme con aquella pluma, que podría utilizar como arma tanto para defender mi vida o para dejar este mundo. Busqué entre los pergaminos y removí decenas de papeles, antes de poder dar con el compartimento secreto. Que se encontraba bajo un  tablón de madera decorado con la cabeza de un león. Dentro de él, no sólo hallé lo que buscaba sino que pude observar una serie de estatuillas de barro, un tintero de plata, una bolsa de cuero y unas grotescas monedas de cobre. Todo, absolutamente  todo, parecía sacado de una tienda de antigüedades, incluso la pluma, que estaba fabricada en plata y embellecida con   inscripciones y adornos.
Ya tenía la pluma entre mis manos, cuando sentí el sonido de la cerradura. Alguien estaba a punto de entrar. Con presteza, volví a colocar el tablón de madera ocultando el compartimento secreto, a la vez que  intenté colocar nuevamente todos los pergaminos y hojas, en la  forma y el lugar en que habían estado. Pero presa de mis nervios, no lograba recordar donde iba cada uno y quedándome sin tiempo, me vi obligada, a removerlos de forma aleatoria cubriendo el compartimento. Con el anhelo de que el hombre montaña fuese lo suficientemente desordenado que no notase el caos que había provocado. Al menos, no antes de lo que pensaba hacer.
Para cuando la puerta se abrió despacio acompañada por los chirridos de las bisagras, yo ya me encontraba de vuelta en el refugio de mi esquina y había escondido la pluma entre las sábanas. Pero para mi sorpresa no fue el hombre montaña quien cruzó el umbral esta vez, sino el hombre del velo. Y este traía entre sus manos una jarra de cerámica de color tierra y una hogaza de pan de gran tamaño.

—Muc’hai — Exclamó, depositándolos en el suelo frente a mí. Antes de dar media vuelta y volver a salir.

La hogaza de pan estaba caliente, como recién salida de un horno. La cáscara era dura pero por dentro la maza estaba blanda y cada pedazo que arrancaba antes de llevármelo a la boca, se desprendía con una pequeña nube de vapor. La jarra de cerámica había sido rebozada hasta el tope con un agua de sabor un tanto diferente a la que estaba acostumbrada. Podría jurar, que me sabía a hierro. Pero cada sorbo era como si me devolviese la vida.
Un rato después, ya me había bebido todo el agua y solo me quedaban unos mendrugos de pan. Cuando dos hombres entraron en la habitación. Yo había estado tan sumergida en mi precaria cena que apenas había notado el ruido de la puerta.
Uno de los individuos era de piel dorada con el cabello y los ojos oscuros. Rasgos del mundo árabe. Los mismo rasgos que había visto en todos y cada uno de los demás hombres desde que había despertado en aquella celda. A excepción del segundo individuo, que tenía la piel oscura como el ébano y el cabello rizado en unas enormes trenzas que desprendían un olor repugnante. Cómo si no se hubiese lavado en años. Ambos vestían los mismos atuendos que ya había visto.

“Los hombres de las espadas, han venido a matarme” pensé, soltando el mendrugo de pan que tenía en la mano y  arrinconandome aún más a aquella esquina. Pero no portaban espadas, al menos no en sus manos. Sino una jarra un tanto más baja y ancha que la que tenía ante mis pies.

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