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Soy carnicero, dueño de un expendio de carne de los barrios más bajos de mi ciudad, pero eso ustedes ya lo habrán discernido; lo que ustedes no habrán discernido es que tuve que quedar endeudado para lograr serlo.

Verán, esta es una historia que se remonta a los sueños y las esperanzas no solo de mi yo niño, si no de las de muchos que estuvieron antes que yo: las de mis padres, mis abuelos y mis bisabuelos. La casa, antes de ser mía, había sido de todos ellos. Ser carnicero era un sueño que había recorrido las sendas del tiempo hasta llegar hasta mí.

Un legado roto por culpa de mi nacimiento.

Mi madre me tuvo, las obligaciones pesaron más que el sueño, la mala gestión del capital sumió en caos las finanzas familiares y no hubo otro remedio que vender la expendedora. Lo único que quedaba de ella en manos de la familia era la fotografía en blanco y negro: casi tan desgastada como la casa que mostraba y emborronada por el paso de los años. La casa, esa maldita casa en donde se suponía iba a encontrar mi felicidad, y que terminó por ser el escenario de muchos horrores.

Mis padres no hacían más que rememorar la expendedora. Ahí nació mi sueño. De tanto escucharlos y verlos sufrir por ella, fue inevitable para mí generar ese anhelo por recuperarla. Quería demostrar a mis padres que tenían de qué sentirse orgullosos: su querido hijo les había devuelto la expendedora. Así que trabajé duro día y noche, en medio de la lluvia o bajo el sol ardiente, en cualquier trabajo que se me presentara la oportunidad; no importaba qué tan complicado fuera o si no sabía nada sobre él. Si debía de aprender a la fuerza lo hacía sin quejarme o soltar un solo suspiro de cansancio. Muchas veces me despidieron por ello, ya que en la mayoría de ocasiones la labor me superaba, veían que en realidad no sabía nada y me echaban a patadas. Puede parecer extraño, pero así funcionaban las cosas en los barrios bajos de mi ciudad. No era necesario tener una hoja de vida o siquiera presentarse a una entrevista formal; las cosas se limitaban a tener un contacto que a su vez tuviese un contacto que conociese a cierta persona que estuviera en busca de empleados. Entonces uno iba a visitar al jefe, intercambiaba unas cuántas palabras, este discernía quién sabe qué estupidez y automáticamente te contrataba o te mandaba a la calle. Así me la pasé gran parte de mi adolescencia y un pedazo de mi edad adulta. El objetivo que me había marcado en la cabeza era tan poderoso que en ningún momento flaquee.

Me acuerdo de la reacción de mis padres ante las repentinas ganas de salir adelante. En ese entonces nunca les conté cuál era mi meta; por mucho que insistieran e intentaran con indirectas descubrirlo, me mantuve firme en mi decisión de no abrir la boca. Por supuesto, fue un trabajo duro. Mis padres vivían felices con poco, nunca se quejaban de nada. Ellos también sabían mantener la boca cerrada respecto a según qué cosas. Pese a ello, conocía su dolor interno, lo sentía cada vez que entraba a la casa. Los goznes de la puerta chillaban, y por ello los integrantes de la familia sabían cuando alguien entraba, y, sin embargo, nadie saludaba; continuaban inmersos en la tarea que los ocupaba, y como mucho, si pasaban por ahí cuando uno llegaba, levantaban la mirada, sonreían y volvían a encorvarse. La casa de los jorobados. Así había pensado una vez cuando me puse a analizarlos más detenidamente, por lo que el nombre quedó así para mí. Todo el mundo miraba hacia el piso, clavada en sus pies unas miradas cargadas de pesadumbre. No era lo más extraño; lo que más recuerdo de esos días, en realidad, eran el contraste entre la fatalidad y las sonrisas imperturbables que llevaban de un lado para otro. Desde siempre ha estado en mi cabeza esa impresión.

Era yo un niño, me encontraba en la habitación compartida con mis dos hermanas, en la cama que por suerte tenía para mí solo, cuando mamá entró envuelta en una bata blanca y sosteniendo entre sus manos una vela de llama tenue y temblorosa. Esa semana nos habían cortado la luz y mi madre tuvo que crear velas caseras hechas con cera de soja, así que la casa entera estaba impregnada con un aroma opresivo. Me acuerdo cuando me levanté, aterrorizado por las sombras en las paredes de madera y una pesadilla olvidada hace mucho tiempo, y tuve que llamar en susurros a mi madre. Ella siempre me había escuchado. Por lo tanto, acudió con la vela, se sentó junto a mí y me acarició para calmarme.

Fue cuando solté una pregunta cuya respuesta me marcaría para siempre.

—Mamá, ¿por qué papá y tú no son felices?

La llama de la vela casi no iluminaba a mi mamá, pero vi su sonrisa por primera vez flaquear. El labio inferior tuvo un pequeño espasmo, y desde ese momento más que una sonrisa vi una mueca de desprecio, de odio, de miedo... de tantos sentimientos que un niño no podía interpretar; pero se mantenía inmóvil, tensionada como si los cachetes fuesen alambres torcidos bajo la piel que formaban la sonrisa. Una lagrima descendía de unos ojos ocultos por la oscuridad. Tuve miedo de ella. Quería salir corriendo, pero el asombro me mantuvo pesado sobre el colchón.

Tras un rato se levantó y se alejó dejando tras de sí el aroma a cera de soja. Eso quedó al marcharse la luz: el olor, la oscuridad y el terror. Al otro día ninguno de los dos se refirió al hecho. Quedó relevado a una fracción oculta de mis recuerdos. No obstante, las sonrisas desde ese momento hasta siempre me parecieron falsas, una careta para la verdad que era el dolor de mi familia. Unas semanas después del suceso, llegó a nuestras manos la vieja fotografía de la expendedora. Hubo un gran revuelo, tanto así que mis padres recurrieron a los ahorros para mandarla a enmarcar y colgarla en el salón. Cada que se les presentaba la oportunidad, rememoraban los buenos tiempos y contaban nuevas anécdotas ocurridas en esa casa. Sí, no es de extrañar mi fijación por la vieja fotografía. No podía pasar a su lado sin levantar la mirada hacia ella al menos un segundo, en un movimiento casi instintivo, o como si la foto tuviese algún poder gravitatorio sobre mis ojos; esto en casos aislados del día, cuando se suponía en mi cabeza no estaba aquella casa acosándome; sin embargo, en las noches me arrebataba la atención, relevaba cualquier pensamiento que hubiese estado teniendo en ese instante al fondo de mí, y no podía hacer más que ver en mi cabeza esa casa en blanco y negro, por lo que estaba cada vez en la obligación de levantarme de la cama e ir a la sala para ver entre la oscuridad la fotografía. Era lo único capaz de relajar mi mente para poder dormir. 

SANGRE AL ROJO VIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora