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Entonces fue cuando urdí el plan de recuperar la expendedora. Desde ahí en adelante mis pasos estaban encaminados única y exclusivamente hacia ese objetivo. Maldita pobreza. No importaba cuanto lo intentara, recibía y gastaba, no me alcanzaba para ahorrar y, por supuesto, lo poco que recibía apenas me daba para la comida diaria. Recuerdo cuando me acerqué por primera vez a la casa en persona. Sabía dónde quedaba: todas las noches de analizar la fotografía me habían servido para algo. La dirección me la había aprendido de memoria. Lo primero que noté al acercarme fue el bullicio y la aglomeración de personas. El aire estaba cargado con todo tipo de olores rancios: sudor, frutas podridas y bolsas de basura abandonadas quien sabe hace cuánto. Ese día el sol brillaba sin misericordia sobre la intercepción, en ese mundillo perdido de la mano de Dios en donde desgraciados de todo tipo debían de trabajar hasta bien entrada la noche. Las calles que convergían en la esquina en donde se encontraba la casa estaban a rebosar de puestos de venta. Había poco espacio para el transitar de los carros, mucho menos para el de los transeúntes. Con gritos, pitidos y entrechocar de cacerolas los comerciantes anunciaban las nuevas mercancías; aunque de nuevas tenían poco, pues solo con un rápido vistazo podía descubrirse su dudoso estado. El comercio, sin embargo, más que decaer parecía coger cada vez más impulso. Si uno sabía buscar, podía encontrar variedad de objetos entre tantos puestos de verduras y frutas, y por eso mucha gente acudía a aquel lugar. La Galería, le llamaban el populacho.

Fue un choque para mí. Me acordaba del nombre de antaño del barrio, Madroño, y así había acudido a preguntar por primera vez a alguien. Me preguntaron si me refería a La Galería, y yo me negaba, hasta que cansado mostré en cambio la dirección y me aclararon hacia dónde debía de ir. La vista de las pilas de basura no había cambiado, pero el resto era totalmente diferente. Esquivé puestos, comerciantes, vagabundos dormidos sobre cajas de cartón y personas sudorosas hasta llegar ante la antigua expendedora. La casa me recordó a un anciano ya no encorvado, si no a punto de venirse abajo, de piel agrietada y descolorida, ojos llenos de cataras. Las ventanas, cuyo enrejado estaba oxidado, se encontraban tapiadas con madera. En las paredes se había escrito con aerosol rojo SE VENDE, pero aparentemente hacía mucho, pues se desvanecía y por encima algún vándalo había dibujado su arte abstracto. Según cuentos de mi señor padre, aquella estructura había sido construida en tiempos en los que la ciudad apenas si poseía unos cuantos barrios, y se notaba con echar una sola mirada: techo inclinado y cubierto con tejas de barro; cornisas de madera astillada; molduras que rodeaban las ventanas y la puerta; por encima de la entrada, en el segundo piso, un balcón con tejado sostenido por columnas de capiteles decorados con volutas. El estilo era republicano, lo cual ya decía suficiente sobre la edad de la casa.

Me detuve frente a ella, la mochila echada al hombro. Pese a ser de dos pisos, tuve que echar la cabeza hacia atrás para observarla en su totalidad. Era como si su peso hubiese empezado a recaer en mí. Me encontraba tan cerca. Aquella señal de SE VENDE me había imbuido de esperanzas. Necesitaba conseguir el dinero lo antes posible. ¿Cómo lo hacía? Era una pregunta que rondaba mi cabeza desde mucho antes de ver la casa, pero ahora que la había visto, no hacía más que angustiarme. La casa estaba en venta, ese era un paso hacia adelante que no esperaba el tener, y, no obstante, se compensaba con la falta de poder adquisitivo para lograr comprarla. Así que por largo rato estuve en un constante ir y venir. Ver la casa me llenaba de fuerzas. Sería mía y de mi familia de nuevo. Ya no era un simple compromiso para con mis padres o conmigo mismo, o un simple capricho de la adolescencia que fuese apagándose a medida que iba creciendo y conociendo mejor el mundo.

Para ser apenas un muchacho, conocía más del dolor de lo que cualquier niño debería de conocer. Ese dolor era una punzada de conciencia a medias; no sé si entendía los pesares de mi familia, pero los sentía, y lloraba. Las lágrimas brotaban sin yo poder detenerlas, sin comprender su origen, pero sabiendo que aquella opresión en el pecho debía de estar relacionada de algún modo. ¿Por qué cuando entraba a la casa y veía a mis padres mis ganas de llorar se renovaban? El chirriar de los goznes, los pasos arrastrados, las miradas sombrías, las palabras temblorosas. No, conseguir la expendedora no era un capricho, era mi fuerza de voluntad por cambiar todo lo que estaba mal en mi familia. Esa aprensión en el pecho la remplazaría por el sueño.

Sin embargo, la conciencia a medias del dolor seguía siendo insuficiente para la vida y sus golpes. La fuerza de voluntad a veces lleva a decisiones impulsivas, descubrí cuando mis padres murieron en un accidente de tráfico. La casa de los jorobados quedó maldita para siempre, y, ahora que pienso en retrospectiva, la vida del resto de sus habitantes también. Aquella maldición era una extrañeza: no se presentaba con claridad en nuestros destinos, ni en sucesos ni en acciones, como cabría esperar de algo procedente de esa índole. En realidad, se presentaba en los pensamientos de los seres queridos que los muertos habían dejado atrás. Como dejé bien claro, la casa presentaba un aire discordante incluso cuando mis padres estaban con vida. Sonrisas que ocultaban dolor y pesadumbre, energía que procedía de gente apagada, una esperanza tan artificial como la propia alegría de quienes la profesaban. Todo ello quedó impregnado a la casa y a nosotros tras la partida de mis padres. Creí volverme loco con la noticia, y en parte fue así; este fue el suceso que marcaría mi destino. No podía cerrar los ojos sin ver la sonrisa de mi mamá o a mi papá encorvado; la fotografía en el salón me causaba tal pavor que era incapaz de entrar; no me acercaba ni un poco a la galería sin entrar en pánico con el solo pensar que la expendedora se encontraba allí. Mis intentos por comprarla se desvanecieron. Relevé el sueño bajo ese dolor que por fin me había mostrado su verdadera cara. No pensaba en la muerte de mis padres; mis días se habían reducido a andar por la casa con la cabeza agachada, como un reflejo, o como el espíritu de los muertos. En las paredes rebotaban los ecos del recuerdo, y yo sufría, me lamentaba a cada embestida que llegaba a mí. Cuando hacía memoria, los pensamientos del pasado se encauzaban hacia el futuro que no fue: me torturaba al proyectar en mi cabeza imágenes de mis padres en la expendedora, más felices de lo que fueron nunca en su vida. No estaban encorvados, ni siquiera sonreían. Todo en ellos desbordaba plenitud.

Mis hermanas dejaron de existir para mí en esa época, y pese a eso, fueron ellas quienes me devolvieron a la vida. No todo estaba perdido. Aun hoy en día me duele el pensar lo solas que las dejé en la tragedia y el cómo por culpa de eso no terminaron mejor que nuestros padres. Yo era el hermano mayor, como tal debía de apoyarlas en una época tan convulsa en sus vidas y que marcaría sus personas para siempre. No, eran más importantes mis emociones. En las pocas veces en las que mi visión se esclarecía y la neblina en mi cabeza se despejaba lograba verlas catatónicas como yo, aunque diferente en cierta medida; ellas si se acompañaban. En las pocas conversaciones que logré captar, pude percibir palabras de ánimo, aun cuando eran demasiado pequeñas para dar cualquier consejo relevante. Se tenían la una a la otra, pero aun así era traumático. Lo que necesitaban eran de un adulto. Después de la muerte de mis padres, se decidió que el mejor candidato para hacerse cargo de nosotros era la tía Blanca. No destacaré mucho de ella en este escrito, ya que lo único relevante para mencionar era su inutilidad para criarnos. Nos aceptó en un arrebato de pesar, incluso se mudó a nuestra casa para no tener que dar vuelta a nuestras vidas más de lo que ya estaban; fue todo cuanto hizo por nosotros. Luego de unos meses se cansó. Jamás quiso tener hijos, de hecho, llegó a mencionar en varias ocasiones su odio hacia los niños. Por lo tanto, su cuidado se limitaba a darnos de comer y a ofrecernos las necesidades básicas. Fuera de eso, nos dirigía la palabra si era estrictamente obligatorio y cuando nos miraba se notaba el desprecio y el arrepentimiento. Por suerte, decidió deshacerse de nosotros para que otro tomase el cargo, pero en el tiempo en el cual más requeríamos de la ayuda de un adulto fue ella quien nos cuidó, por lo que el daño fue mucho peor.

Mi fuerza de voluntad (esa que creía nos iba a salvar y que al final propulsó mi oscuro desenlace) emergió gracias a mis hermanas. En realidad, fue una conversación simple. Estábamos sentados en el comedor mientras comíamos el desayuno. Daniela, la del medio, dijo con voz ronca por el llanto lo mucho que le gustaría ver por dentro la casa de la fotografía en blanco y negro. A Vanessa, la más pequeña, se le iluminó la cara con la primera sonrisa genuina que había visto en mi vida. La casa tomó color a mi alrededor. Fue suficiente. El sueño volvió doloroso y fuerte como un balazo en el corazón.

Dios mío, cómo quisiera no haber tenido ese arranque de determinación. Vuelvo a repetirlo, la fuerza de voluntad a veces lleva a decisiones impulsivas. No explicaré cómo ni cuándo ocurrió lo siguiente, solo son importantes los hechos.

Muchos años después conseguí comprar la expendedora gracias a una deuda con un hombre jefe de una banda criminal. Los

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Nota del autor: No, el capítulo no se cortó por un error de edición. Termina así, con una interrupción abrupta. Se entenderá en el siguiente capítulo. 

SANGRE AL ROJO VIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora