Del Trato y el Gato Muerto / 1

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Tocaron a la puerta. Dios mío, siento que me va a estallar el corazón. Pasaron tantas ideas por mi mente... Estaba totalmente seguro de que se trataba de esos malditos niños o de la policía. ¿Quién más podía ser? Hace apenas unas horas, antes de comenzar este escrito, me comuniqué con las autoridades para confesar el crimen. No les dije nada acerca de mí o de mi implicación en el asesinato, pero está claro que cuando agarren a esos niños vendrán a por mí; cuando se sepa toda la verdad, es inevitable que lo hagan. No, no creo que la policía haga nada. Esos mafiosos no dejarán que sus hijos vayan a prisión. Encontrarán alguna forma de que salgan impunes y después me harán desaparecer por abrir la boca. Sí, lo veo claro. Lo harán pasar por un suicidio. La policía llegará en algún momento, ya que, si los niños no tenían la culpa del asesinato, la cuestión recaía en mí, y me encontrarán entonces con la soga al cuello.

Por favor, Dios, sea cual sea el destino, que llegue ya. No lo soporto más.

Da igual. Quien tocó a la puerta fue Valentina. Vino a despedirse de mí. No trajo a nuestra pequeña niña. No se lo reprocho, y aunque me sienta mal por ello, lo comprendo. Nunca les conté nada acerca de mi trato con la banda, pero Valentina había intuido que algo malo estaba ocurriendo desde el instante en el cual les pedí a ella y a Isabella irse de la casa. Valentina sabía que habíamos conseguido la expendedora gracias a una deuda con esos hombres de los bajos fondos; entendía que la expendedora debía de producir cierta cantidad de dinero para darles un porcentaje descaradamente alto. En un principio se logró, por lo menos hasta la llegada de la temporada baja, y luego el fluctuar del mercado, y las ventas descendieron a picos alarmantes, y yo me vi desesperado. Un día, meses después de estar mintiéndole a aquella banda sobre las ganancias, a altas horas de la noche alguien aporreó a la puerta de la casa. Quienes estaban al otro lado del umbral cuando abrí no eran más que colegiales, y por eso estuve a punto de echarlos a patadas. Alarmado, trastabillé hacia atrás al ver las empuñaduras de unas armas sobresaliendo de su cintura. Los muchachos lo tomaron como una invitación a seguir y se sentaron en el sofá.

De la conversación que siguió no haré una transcripción palabra a palabra. Me encuentro en mi punto límite, ya tengo suficiente con los acontecimientos que llegaron a raíz de lo acordado aquella noche. Por ello, me referiré a lo más importante: Quien tocó a la puerta era un muchacho de no más de diecisiete años, hijo del mafioso con el cual me había endeudado para comprar la casa. Se había sentado justo en el centro del sofá, con los otros a su lado como guardaespaldas. Estaba claro que era el líder de esa pequeña banda. En sus ojos encontré un brillo altivo y satisfecho, uno que con el tiempo aprendí a despreciar con toda mi alma. Muchas cosas de esta narración me causan nauseas, y esa mirada es una de ellas.

Valentina había entrado en ese momento a la sala con Isabella en brazos, preguntando quién había tocado a la puerta. Se interrumpió al ver las armas de los chicos y abrazó más a nuestra hija. Le hice un gesto con la cabeza para que se marchara y no esperó más. El asco llegó entonces cargado con un fuerte sentimiento de odio: El líder la miraba con ojos hambrientos y una sonrisa de morbo. Recuerdo las ganas de abalanzarme sobre él y molerlo a puñetazos hasta que dejase de respirar. ¿Cómo podía ver a mi mujer de aquella manera? Pensé, y, quizás, si hubiese sabido lo que era capaz de hacer el muchacho, no me habría limitado a pensar y le habría hecho caso a mi impulso.

El padre del chico estaba informado sobre los problemas con la carnicería, por mucho que yo había intentado ocultarlo. La presencia de su hijo allí ya lo había dejado en claro. No necesitaban ninguna explicación, ni de las bajas en las ganancias ni de por qué se los había estado ocultando. Habían demorado tanto en acudir a mi porque querían observar cómo me desenvolvía, según me dijo el chico esa noche, y no estuvieron satisfechos con el resultado.

Hoy en día, cuando escribo esta conversación, todavía me hierve la sangre el rememorar aquel tono burlesco, juguetón, amenazador y egocéntrico. Se refería a las decisiones de su padre, el verdadero líder, como si él hubiese participado en ellas, cuando lo más probable era que lo único a lo que se dedicaba ese niño era a armar problemas y seguir las ordenes de su padre con la cabeza baja, dócil como un perro.

—Pero tienes suerte, amigo —sentenció el muchacho luego de aclarar la situación—, todavía te necesitamos como tapadera. Si no fuese así, hace rato te habría volado los sesos.

Pese a no mencionarlo, en la mera amenaza se encontró implícita mi propia familia. Tras mencionarlo hubo silencio, luego, un sollozo se escuchó en las escaleras al segundo piso.

—Por favor, Valentina —dije sin quitarle los ojos de encima al muchacho—, sube y duerme a la niña. No necesitas escuchar esto.

De entre la oscuridad de las escaleras se oyeron unos pasos apresurados. El hijo del mafioso no se opuso. Siguió con su sonrisita en la cara.

—El jefe me mandó a decirte que utilizaremos la casa como picadero, y tu negocio de carnes como una fachada. Nadie sospechará de lo que se estará llevando a cabo aquí dentro. Tu no estarás implicado directamente. Solo hazte el estúpido y sigue vendiendo, como haces siempre —El niño levantó el arma y se rascó la cabeza con el cañón. Parecía irritado—. Mis amigos y yo seremos los únicos que entrarán y saldrán de esta casa sin que tú hagas preguntas o te interpongas, no importa lo que veas. Nadie más a menos que nosotros lo permitamos. ¿Entendido?

Esa fue la primera vez que sentí nauseas. ¿Mi casa como picadero? ¿Estaban locos? El mundo estaba loco. Vi imposible que nada de esto estuviese ocurriendo de verdad. No había hecho nada malo como para merecer esto. Solo había intentado cumplir el sueño de mis padres, el darles felicidad a mis hermanas y por consiguiente a mí. Nadie podía ser juzgado de esta manera por el mero hecho de buscarle sentido a su vida, mucho menos otro ser humano. Por supuesto, esto no lo pensé en ese instante, acorralado como estaba; lo pienso ahora, que tengo tiempo para reflexionar. Nunca me consideré alguien de dudosa moral. Me limitaba a lo mío, jamás juzgué ni me interpuse en la vida de los demás; sin embargo, quiero dejar claro que, aunque mientras escribo esto soy de las personas más repulsivas y desgraciadas que pisan este planeta, fui corrompido por seres malvados que no merecen siquiera ser llamados humanos.

Tras haberme dicho aquello, me llevé una mano a la cabeza y apoyé la otra en la pared para sostenerme. La sala daba vueltas. Cerré los ojos con fuerza y me concentré en no vomitar la cena; pero nada más cerrarlos llegaron imágenes atropelladas: mis padres muriendo en un accidente de tráfico sin haber visto su querida expendedora, yo endeudándome con mafiosos para comprar la casa, no recibir suficiente dinero para pagar la deuda. Después, tan nítidas como los recuerdos reales, comenzaron a pasar presentimientos del futuro: mi esposa e hija tiradas en el suelo sobre un charco de sangre y sendos tiros en la cabeza; yo no estaría muerto, estaría vivo a su lado, amordazado y con signos de tortura. Ese sería mi destino si no aceptaba las condiciones.

Intenté decir que entendía, pero de mi garganta salió un sonido gutural lejos de formar alguna palabra. En el segundo intento logré pronunciar:

—Si, entiendo.

—Genial, ahora muéstranos dónde vamos a picar los cuerpos. 

SANGRE AL ROJO VIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora