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Ese día y los siguientes intentamos comportarnos como si no hubiese ocurrido nada. Yo no quería abrir la boca, ella no quería que lo hiciese, así que nos dedicamos a las tareas cotidianas. Yo cerré el depósito y no lo volví a mirar. El olor del gato había desaparecido, pero he de admitir que mi nariz todavía creía captarlo. Había quedado impregnado en mi subconsciente. Aunque quise ignorar mis temores, los sentía removerse en mi interior; las dudas y la incertidumbre. Ese mañana, cuando recogí las herramientas de limpieza y las guardé y me alejé del cuarto, creía sentir cómo los problemas me habían seguido desde aquel lugar. Mi mente estructural quería crear planes, y yo la relevaba para que dejara de molestar. Sabía que en una situación así, lo mejor para uno era ser irracional.

Lo sé, solo intentaba escapar del problema como un cobarde. Nunca me consideré uno, y aun así heme aquí. Una persona nunca sabe cuál será su reacción ante una situación extrema hasta que la vive en carne propia; la norma dicta que el hombre racional se esconde para dar paso al primitivo mono.

Abrí el expendio a las ocho de la mañana, como en un día normal. Mis empleados llegaron dos horas antes. Eran tres: Jennifer, la joven que no tenía familia la cual le pagara los estudios y por eso se había tenido que dedicar a trabajar. La contraté por las claras semejanzas a mí. El segundo, Fabián, no era más que un viejo vago y depravado, pero que cuando debía de rendir, lo hacía como ningún otro. El último era Michael, al que todos llamábamos gringo por obvias razones, aunque, a decir verdad, tenía las facciones más mexicanas que había visto en mi vida. Eran un grupo que rendía bien en equipo, tanto como un grupo mucho más numeroso, y por eso eran mi pieza fundamental en el expendio de carne. Sin ellos, las ganancias se habrían desplomado hasta la bancarrota, en vez de hasta un punto crítico pero manejable.

Esa mañana, cuando llegaron y llenaron el expendio de sus carcajadas, pude zafarme de la noche anterior para por fin dejar salir al hombre irracional. Ahora que lo pienso, el hombre irracional es el más feliz. No se preocupa de los problemas del mundo.

Los tres llegaban al mismo tiempo, cada uno con su moto, y las entraban en procesión por la puerta de la casa para no tener que dejarlas fuera. A Valentina nunca le gustó esas motos en medio de la sala, estorbando el paso, pero no podía negar la importancia de tenerlas resguardadas.

Aun cuando yo tenía listo lo necesario para comenzar a trabajar, nunca se ponían manos a la obra de inmediato. Primero debían de chismorrear sobre cualquier asunto trivial. Habían aprendido, y me incluyo, que los clientes jamás llegaban tan temprano como nosotros abríamos la carnicería. Aun con esto, no me sentía del todo bien si no ordenaba las cosas antes de la llegada de ellos. Debía de sentirme productivo, aunque no abriésemos a la hora estipulada. Cuando llegaron ese día, a las seis, yo ya tenía las vitrinas limpias, las herramientas para cortar la carne bien dispuestas, un conteo de la dotación y había revisado el cuaderno con los pedidos que debían de llegar ese día y los siguientes. Estuvimos charlando una hora antes de empezar a abastecer las vitrinas. Cada uno de nosotros ya tenía la experiencia suficiente para llevar a cabo con rapidez y precisión su trabajo, por lo que no necesitamos más de cuarenta minutos para llenar el puesto de ternera, vaca, pollo y cerdo. Nos movíamos con soltura entre las mesas y la cámara donde se almacenaba la carne; cortábamos y guardábamos en los respectivos envases, y cuando alguno necesitaba más suministro, entraba en la cámara para descolgar al animal entero de un gancho o buscar carne ya preparada en alguna de las estanterías. Me acuerdo de que las primeras veces, tanto ir y venir de varias personas en un espacio relativamente reducido nos había entorpecido el trabajo, pero con la práctica pudimos convertirnos en un equipo eficiente, así como los trabajadores de un McDonald's. Nuestros uniformes también nos habían incomodado al principio, sobre todo por el delantal y los guantes de acero, pero como la mayoría de las cosas en este mundo, era solo costumbre. Nos habíamos convertido en los mejores carniceros del oeste, o eso bromeábamos.

SANGRE AL ROJO VIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora