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—Quizá no deberíamos quemar nuestro último cartucho todavía —opinó el General, con el ceño fruncido.

—¿Y eso por qué? —inquirió el Presidente de los Estados Unidos.

—Porque si damos ese paso ya no habrá vuelta atrás —contestó el General.

El Presidente articuló una sonrisa retorcida, que no tenía nada de humorística.

—¿Cree que no lo sé, General? —inquirió.

—No estoy diciendo eso, señor Presidente —se defendió el militar.

—Se acabó. La gente de ahí fuera —dijo, señalando las ventanas del Despacho Oval— está diciéndome que no siga intentándolo. Hemos aguantado mucho. Hemos utilizado la palabra y no ha servido de nada. ¿Qué sugiere que hagamos?

—Aprobar nuevas sanciones. Más duras aún que las ya impuestas.

—¿Sanciones? ¡Ja! —espetó el Presidente—. A ese hijo de puta le importan una mierda las sanciones. Utiliza el papel en el que están escritas para limpiarse el culo. Su pueblo no puede importarle menos.

El General suspiró, consciente de que eso era cierto.

—Entonces, ¿adelante?

—Sí. Adelante, General.

—Bien —contestó este, y se marchó.

El Presidente odiaba la diplomacia con todas sus fuerzas, pese a que si había triunfado en la vida había sido gracias a ella. Antes, como gran empresario, la había utilizado para convertirse en uno de los hombres más acaudalados del mundo. Ahora, como Presidente de Estados Unidos, la usaba para mantener a su país en esa cima tan codiciada por las superpotencias de Rusia y China. No era fácil. Había que saber dominar los tiempos, intuir de manera acertada cuando tensar y cuando aflojar la cuerda. Pero su paciencia tenía un límite. Estaba harto. Una cosa era hacer concesiones y dar segundas oportunidades y otra muy distinta que le tomaran a uno por idiota. Según las encuestas, cada vez había más norteamericanos que lo veía débil frente a su rival. Incluso entre sus votantes se había empezado a correr la voz de que no estaba sabiendo estar a la altura de las circunstancias. Y eso no podía tolerarlo. De ninguna manera.

Cogió el mando a distancia y encendió el televisor, sintonizado como siempre en la cadena FOX. De todos los medios de comunicación, la FOX era la menos crítica con su gestión y eso le gustaba. Nunca había llevado bien lo de las voces discordantes. Si por él fuera, cerraría todas las cadenas de televisión, emisoras de radio y periódicos del país a excepción de media docena. Quería a todos esos memos sabiondos y repipis en la cola del paro, lloriqueándole a la funcionaria de turno para que le encontrara un trabajo con el que poder subsistir. A lustrar zapatos los habría puesto él. Uno al lado del otro, en las principales avenidas de las ciudades y pueblos —sobre todo del medio oeste—, limpiando las zapatos de trescientos dólares de los banqueros y las botas de piel de vaca de los granjeros. Ah, la sabia y trabajadora gente del medio oeste. Esos sí eran buenos patriotas. Hombres y mujeres que no dudarían en disparar a matar al indeseable que osase entrar en sus propiedades, no como esos pijos demócratas y su alergia a las armas como si la pólvora les diera urticaria.

Estuvo viendo las noticias de la mañana mientras se regocijaba con el poder que había alcanzado. En ese momento, en ese preciso momento, mientras el hombre del tiempo explicaba a los estadounidenses si debían ponerse manga corta o coger un paraguas, él sabía que pronto todo eso pasaría a ser información irrelevante. En breve, antes de que acabase el día, la gente se olvidaría de mirar al cielo para algo tan irrelevante como ver acercarse nubes de tormenta por el horizonte. Iba a ser duro, lo sabía. Moriría gente. Gente inocente. Y no solo soldados. También civiles. Salvo que aquel gordo bravucón hubiera ido todo el tiempo de farol y se cagara en los pantalones en cuanto le cayese la Bomba entre las piernas. En caso contrario, habría que empezar a preparar a la población para asumir que se avecinaban tiempos difíciles. Tiempos de muerte, dolor y lágrimas. Sería una situación desagradable y amarga. Pero, a veces, había que hacer sacrificios como aquel para salir fortalecido. No se podían permitir mostrar síntomas de debilidad. La firmeza, el puño de hierro, eran esenciales cuando las buenas palabras no surtían efecto.

Sonó el teléfono. El Presidente lo descolgó en medio del primer tono.

—Orden trasmitida a todas las unidades militares, señor —le informó el General—. En tres horas estaremos listos para pasar a DEFCON 1.

—Bien —contestó, satisfecho, el Presidente.

Todas las precauciones eran pocas. Si ese idiota de ojos rasgados, en lugar de rendirse, decidía contraatacar descubriría que la barrera defensiva de Estados Unidos era impenetrable. Eso, y que le quedaba poco tiempo de vida. Pronto, y por enésima vez en la historia reciente, el gran país que lideraba iba a salvar al mundo de otra gran amenaza. Como habían hecho anteriormente con Sadam Hussein y después con Bin Laden.

Colgó y se reclinó en su sillón ergonómico. Echó la cabeza hacia atrás, miró hacia arriba y sonrió. No al techo del despacho oval sino a Dios.

LA AUTORIDAD ÚLTIMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora