Estuvo paseando un buen rato por el Despacho Oval, con el único objetivo de serenarse. Se sentía humillado, escupido y pisoteado como si fuera una colilla. Nunca, nadie, se había atrevido a llevarle la contraria y después había salido indemne de la confrontación. Siempre pagaban las consecuencias. Era rencoroso y cruel, no le importaba admitirlo. Y cuando alguien se convertía en enemigo suyo hacía todo lo posible por destruirlo.
Pero esta vez era diferente. No se trataba de ningún subordinado suyo, ni nadie contra el que pudiera vengarse. Más bien era al contrario. Aunque él jamás se había plegado ante nadie, ellos eran superiores en todos los ámbitos. Y ya le habían advertido de que si no quería sufrir un «accidente potencialmente mortal», lo mejor que podía hacer era mantenerse al margen de las decisiones que tomaran. En ningún momento, desde que era el Presidente de los Estados Unidos, le habían importunado. Esta era la primera vez. Solo que también era la primera vez que iba a invadir un país durante su mandato.
Encontró a la Primera Dama recostada en el sofá de uno de los salones de la Casa Blanca, leyendo un libro de tapas duras sobre arquitectura. El Presidente se quedó en el umbral de la puerta, mirándola embelesado. Era preciosa. No obstante, a veces, se preguntaba si realmente se había enamorado de ella o ella y los suyos habían hecho algo para que cayera rendido a sus pies.
—Tenemos que hablar —dijo el Presidente, rompiendo el silencio de la sala.
La Primera Dama bajó el libro tras el que ocultaba el rostro y le dedicó una sonrisa dulce.
—¿Cuánto llevas ahí? —preguntó esta.
El Presidente estaba casi seguro de que hablaba por hablar. La conocía lo suficientemente bien como para saber que sus sentidos estaban mucho más desarrollados que los de los seres humanos.
—¿Qué estáis haciendo? —dijo, ignorando la pregunta de su mujer.
La Primera Dama se apartó el lustroso pelo rubio de la cara y lo miró con la cabeza ligeramente ladeada.
—Hay cosas que no tenéis permitido hacer —repuso.
El Presidente dio unos cuantos pasos en la amplia estancia, aunque cuidándose mucho de guardar las distancias con ella. De pronto, ya no la veía tan aliada suya.
—Ese hijo de puta merece ser quitado de en medio. Su pueblo está muriéndose de hambre —le explicó.
—Lo sabemos. Y lo sentimos. Pero no podéis utilizar bombas nucleares. Hemos sido muy permisivos, pero eso se acabó. Estáis llevando este planeta al colapso —repuso la Primera Dama.
—Eso es palabrería vacía —protestó el Presidente—. Siempre ha habido terremotos. Siempre ha habido huracanes. Siempre ha habido erupciones volcánicas.
—Lo queráis creer o no, está reaccionando a las agresiones humanas —dijo la Primera Dama, con una vena hinchada en un lado del cuello.
El Presidente se adentró en la estancia y se detuvo delante de ella, con las rodillas tan cerca de las suyas que le impidió ponerse de pie. La Primera Dama lo miró con unos ojos llameantes de furia verde.
—¿Por qué estáis tan interesados en La Tierra? ¿Eh? —El Presidente le sostuvo la mirada, pero ella no se arredró—. ¿Acaso estáis planeando quedárosla?
—No somos un pueblo invasor —aseveró la Primera Dama—. ¿Cuántas veces necesitas que te lo diga para que me creas?
Con un rápido movimiento del brazo, la agarró del pelo y la empujó hacia atrás. La Primera Dama se estrelló contra el mullido de los cojines y se quedó allí, respirando con fuerza.
—Ah, sí, espera. Que se me olvidaba que estáis aquí en misión de paz —se mofó el Presidente, adoptando un tono de burla. Luego se inclinó y acercó su rostro tanto al de ella que sus narices quedaron a un par de centímetros una de la otra—. Ese es el plan oficial, pero yo hablo del otro. El que opera bajo la superficie.
—No hay ningún plan oculto —espetó la Primera Dama al tiempo que lo empujaba para quitárselo de encima.
El Presidente retrocedió trastabillando, se enredó en sus propios pies y cayó de culo al suelo. Se quedó allí, mirando a la mujer con la que se había casado varios años atrás. Sabía muy pocas cosas de ellos. No era una civilización sociable, y se regían por el pragmatismo. Lo que sospechaba el Presidente es que, entre toda esa tecnología que poseían, estaba la de visionar el futuro. Por eso se había casado con él: porque sabía que en poco tiempo viviría en la Casa Blanca.
El Presidente se levantó, con los dientes apretados con fuerza, y se ajustó el traje a tirones. Luego se volvió y se fue. La ira que brillaba en sus ojos solo era la capa delgada bajo la cual se amontonaban toneladas de impotencia.
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LA AUTORIDAD ÚLTIMA
Ficção CientíficaEl Presidente de los Estados Unidos ha tomado una decisión drástica contra Corea del Norte y dado una orden que podría cambiar la vida en el planeta Tierra tal y como la conocemos. Lo que va a descubrir -para su sorpresa- es que no es el Hombre Más...