6.

5 1 0
                                        

—No tiene que entrar si no quiere, señor Presidente —le dijo el Jefe de las Fuerzas Especiales, cuyo equipo se encontraba posicionado en torno a la puerta del dormitorio de matrimonio.

—Quiero hacerlo. Ustedes quédense aquí y no hagan nada —contestó el Presidente.

Abrió la puerta y entró como si no hubiera sucedido nada excepcional en todo el día. Encontró a la Primera Dama sentada a los pies de la cama, con los codos apoyados en los muslos, las manos entrelazadas y una expresión aterradora en el rostro. Había conseguido mantener al Equipo de Asalto alejado de ella tras amenazarles con hacer saltar la Casa Blanca por los aires si se les ocurría tratar de atraparla.

—No tienes ni idea de lo que acabas de hacer —masculló entre dientes.

—¿Pues por qué no me lo dices tú? —inquirió el Presidente.

—¿Nos preocupamos por la Tierra más que vosotros y así es como nos lo agradeces? —replicó la Primera Dama.

—La queréis, y tarde o temprano será vuestra —gruñó el Presidente.

—¿Por qué no me crees? No todas las especies estamos tan predispuestas a la violencia como la vuestra —señaló la Primera Dama.

—Sea como sea, está hecho. Acabo de sacaros a la luz pública —indicó el Presidente.

—Te repito que no tienes ni idea del alcance de eso. —El Presidente hizo una mueca y se encogió de hombros—. Para empezar, solo para empezar, ¿te das cuenta de lo que va a suponer esto para las religiones que consideraban al ser humano como la joya de la corona de Dios?

El Presidente sonrió. Él mismo era católico.

—Ya se inventarán algo para explicar vuestra existencia. Los cimientos de las religiones son tan sólidos como el hormigón cuando se topa con alguna incoherencia. ¿Cómo si no llevarían sobreviviendo tantos miles de años después? —Profirió un suspiro—: Además, lo que tenga que ser, será. Prefiero un problema de fe a que sigáis dirigiendo nuestro destino.

—Todo lo que hemos hecho ha sido para protegeros de vosotros mismos —aseveró la Primera Dama.

El Presidente asintió teatralmente con la cabeza.

—De acuerdo. Pues muchas gracias por los servicios prestados. Ahora ya podéis largaros.

—Mira, puedo entender que a nivel personal te sientas traicionado. Pero esto no tiene que ver contigo. No me acerqué a ti por quién eras sino por lo que ibas a ser. Habría hecho lo mismo con cualquier otro.

—¿Todas las mujeres de tu especie son tan zorras como tú o es que tienes un don especial? —gruñó el Presidente.

—¿Te das cuenta de que, sin quererlo, acabas de dar en el clavo? —dijo la Primera Dama. El Presidente hizo una mueca de incomprensión—. Soy la única de mi especie a la que conoces. Pero, aún así, me utilizas para juzgar a toda una raza.

—Déjate de moralinas. El juego ha terminado —replicó el Presidente.

La Primera Dama se llevó el brazo a la espalda. Reapareció empuñando una pistola. El Presidente dio un paso hacia atrás, súbitamente alarmado, pero la Primera Dama no le apuntó a él sino que se llevó el cañón a la sien. En el silencio del dormitorio, el Presidente oyó el clic del seguro al ser quitado.

—No pienso dejarme atrapar —le aclaró.

—Si no tenéis nada que esconder, ¿por qué no colaboras? —interrogó el Presidente, aún no totalmente repuesto del susto.

—Has sembrado la duda. Has provocado el caos que vendrá. Hoy mismo, ahora, la gente está mirando a su alrededor preguntándose si algún miembro de su familia o sus amigos es un extraterrestre. Y para eso no hay solución posible.

El Presidente la miró con dureza.

—Ya entiendo.

—¿El qué?

—Que te delatara formaba parte del plan. Era el siguiente paso. Por eso desactivasteis los mecanismos de todas nuestras bombas. —El Presidente se llevó una mano a la frente y se secó el sudor—. Queréis una guerra. Pero no cualquier guerra. Queréis la Tercera Guerra Mundial a la antigua usanza. Con tropas de tierra invadiendo países y toda esa mierda.

La Primera Dama bajó la mano en la que llevaba la pistola y la dejó caer sobre el regazo. Entonces hizo algo escalofriante. Algo que heló la sangre en las venas al Presidente.

Le sonrió, mordiéndose la punta de la lengua con coquetería.

—Quizá no seas tan tonto como pareces, después de todo.

—¡Zorra! —gritó el Presidente.

El sonido de su voz alertó a los miembros de las Fuerzas Especiales que permanecían en el pasillo. Llamaron a la puerta con los nudillos y una voz dijo:

—¡Señor Presidente, vamos a entrar!

—Diles que si no entran no te mataré.

Se sostuvieron la mirada un instante.

—¡No entréis! ¡Es una orden! —gritó el Presidente.

—Gracias —sonrió la Primera Dama.

Al Presidente le empezaron a doler las encías de tanto apretar los dientes unos contra otros. Pero es que nunca había sentido tanta rabia como en ese momento. Él era un ganador. Siempre lo había sido. Era quien machacaba y desplumaba a los demás. Y ahora estaba probando el sabor a metal y bilis de la derrota.

—No entraremos en guerra. Compareceré de nuevo ante los medios y lo arreglaré —masculló el Presidente, pese a no estar muy seguro de ello.

—No pierdas el tiempo. Ya no hay nada que hacer. Los míos se lo van a pasar muy bien viendo cómo os matáis los unos a los otros. Nos pondremos a cubierto y esperaremos a que todo termine. Cuando lo haga, dentro de unos años, lo único que tendremos que hacer antes de instalarnos será barrer los escombros.

—Aprenderemos a identificaros y os aniquilaremos —la amenazó el Presidente.

—¡Ja! ¿En serio? —Parecía feliz, pese a encontrarse en una encrucijada de la que no tenía escapatoria—. Pues buena suerte.

Antes de que pudiera reaccionar, antes de que pudiera siquiera proferir sonido alguno, la Primera Dama volvió a levantar el brazo y disparó. El sonido reverberó en las paredes de la estancia, dejando casi sordo al Presidente. A su espalda, las Fuerzas Especiales derribaron la puerta y entraron, con la culata de los fusiles de asalto apoyada contra el hombro y un ojo contemplándolo todo a través de la mira telescópica.

Dos agentes se acercaron hasta la Primera Dama, tendida en un charco de sangre, y le tomaron el pulso: no había. Otro le tocó el hombro al Presidente y le preguntó si se encontraba bien.

—Sí —musitó.

Y no pudo evitar preguntarse si alguno de los integrantes de esa unidad de élite sería de una especie distinta a la suya.

FIN

TODAS MIS NOVELAS EN AMAZON: https://relinks.me/JavierNunezINSTAGRAM: @javier_nunez80

LA AUTORIDAD ÚLTIMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora