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De regresó al Despacho Oval, se detuvo frente a la mesa de su Secretaria y le dijo que quería que organizara una rueda de prensa para dentro de dos horas y que avisara a todos los grandes medios de comunicación, tanto los afines como aquellos que se habían mostrado críticos con su gestión desde el minuto uno. Su Secretaria dijo que lo haría inmediatamente y, cuando le preguntó por el comunicado, contestó que esta vez no necesitaba la ayuda de nadie. Lo redactaría él mismo, sin la supervisión de ningún experto. Fue consciente de cómo su Secretaría lo miró. Había gente, tanto de fuera de la Casa Blanca como de dentro de ella, que se cuestionaba su cordura. El rumor de que no estaba equilibrado corría por ahí como un ratón, pegado a las paredes y escondiéndose en las sombras, pero le importaba una mierda. Ellos no sabían por lo que estaba pasando. No tenían ni idea. Nunca antes, jamás, se había plegado ante nadie. Llevaba toda su vida dando órdenes y exigiendo que otros hiciesen tal o cual cosa. Y ahora que se suponía que había llegado a lo más alto, que como Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica era el hombre más poderoso del planeta, ellos le dictaban la hoja de ruta a seguir.

¡Joder! ¡Estaba tan enfadado que habría barrido la mesa de papeles y estrellado el ordenador contra el suelo!

Pero no quería perder el control de sí mismo. Aunque eso le fuera a hacer sentirse mejor, sería una sensación pasajera, que no tardaría en disiparse como un terrón de azúcar en un vaso de agua caliente.

Rodeó la mesa, se dejó caer en el sillón y cerró los ojos, en un intento por serenarse. Cuando las manos dejaron de temblarle, cogió una hoja de papel y una pluma y comenzó a escribir. Lo hizo de manera ininterrumpida durante cerca de una hora, dejándose llevar por lo que sentía en el corazón. Eso propició que, durante la relectura, se viera obligado a tachar algunas frases comprometidas. Como una en la que decía ‹‹...en contra de mi voluntad, porque no es lo que ELLOS desean...››. U otra en la que había escrito ‹‹...mis planes chocan con los de ELLOS de un modo frontal. Al parecer, porque no sé cuáles son sus intenciones reales. Se niegan a decírmelas. Y quizá esa negativa sea más reveladora que cualquier confesión...››.

Cuando terminó, llamó a su Secretaria por el interfono y le preguntó si ya había llevado a cabo la tarea que le había encomendado. Después de que ella contestara ‹‹sí, señor Presidente››, se levantó y se sirvió una taza de café. Bebió un sorbo con la mirada puesta en un punto perdido de la pared y reflexionó acerca de lo que los expertos en sociología llamaban ‹‹La soledad del líder››. Uno tendía a pensar que algo así no existía hasta que lo vivía en sus propias carnes.

Veinte minutos después salió del Despacho Oval en dirección a la Sala de Prensa. Sus guardaespaldas ya lo esperaban allí, así como su Secretario General y otros altos mandos del Ejecutivo, pero el Presidente les dijo que quería comparecer solo. No hizo falta que dijera que eso no incluía a los miembros de seguridad, por supuesto, y estos no se dieron en ningún momento por aludidos.

—¿Qué está pasando, señor Presidente? Primero no quiere compartir con nosotros el motivo de su comparecencia de urgencia y ahora tampoco quiere que salgamos a respaldarle —inquirió el General, que temía que fuera a hacer alguna locura.

El Presidente era consciente de que todos lo miraban de hito en hito. Lo que el General no sabía era que si la hacía no sería porque estuviera loco sino por todo lo contrario: para no volverse loco.

—Lo sabrá al mismo tiempo que la prensa, General —aseveró, y atravesó la puerta que le conducía al atril.

La sala estaba a reventar. No solo no había ni una silla libre sino que en la pared del fondo se agolpaban decenas de periodistas y operarios de cámara. El Presidente se sintió orgulloso de ello, aunque el mérito no era debido a él sino al cargo que ostentaba. Mientras depositaba las hojas escritas a mano sobre la bandeja notó que las manos le temblaban. Era algo inusual en él. A su edad había librado tantas batallas económicas y de poder que había perdido la cuenta. Pero esa comparecencia iba a ser diferente a todas cuantas había hecho con anterioridad. No le cabía la menor duda. Porque iba a marcar un hito en la historia.

Cogió el vaso de agua que alguien le había dispuesto a un lado y bebió un sorbo. Luego carraspeó para aclararse la garganta y dijo:

—Muchas gracias a todos por venir, y disculpad por haberos avisado con tan poca antelación. Pero se podría decir que esta comparecencia ha sido casi improvisada. —Hizo una pausa enfática y añadió—: Cuanto van a oír a partir de este momento en absolutamente cierto. Tienen que creerlo, aunque al principio les parezca una locura. Los amantes de las conspiraciones, en cambio, se sentirán felices porque al fin se habrán confirmado sus sospechas. —Cerró los ojos, realizó una inspiración profunda, volvió a abrirlos y suspiró—: Bien, ahí va. Mi mujer, la Primera Dama, es una extraterrestre. No lo supe hasta que gané las elecciones y nos instalamos aquí, en la Casa Blanca. Hay muchos más como ella diseminados por todo el mundo. Ocupan puestos de poder y dirigen la política y la economía mundial.

Hasta ese momento había permanecido con la cabeza gacha, leyendo lo que había escrito en el papel, pero ahora la alzó y comprobó cómo todos los presentes lo miraban con expresión grave y la boca tan abierta que parecía a punto de caérseles la mandíbula.

—No estoy loco, aunque mis palabras les hagan pensar en un principio que sí. Todos los presidentes anteriores a mí, al menos desde John Figerald Kennedy, o puede que incluso antes, han tratado con seres de otros planetas. El ejército de Estados Unidos lleva décadas colaborando estrechamente con esta raza, recibiendo tecnología militar alienígena a cambio de hacer la vista gorda con sus experimentos con humanos. Porque sí, las abducciones existen y se han llevado a cabo por miles. —Barrió la sala de conferencias de lado a lado y continuó—: El motivo por el que les he convocado hoy aquí es porque quiero que sus medios de comunicación actúen de altavoz con esta información y la divulguen a toda la sociedad para que ni un solo norteamericano, ni un solo ser humano de este planeta, se quede sin saber que no estamos solos. Por lo que sé, hace siglos que no lo estamos, y aunque no tengo la certeza de qué hacen aquí me temo que no es nada beneficioso para el ser humano. No les preocupamos nosotros. Les preocupa el planeta. —Otra pausa antes de continuar, obligándose a ignorar las caras de los periodistas. Podía ver cómo algunos aún no había decidido si creerle. El Presidente levantó el brazo derecho y apuntó el índice hacia arriba—. ¿Quieren una prueba? Se la daré. Hoy mismo, esta mañana, he dado la orden de lanzar una bomba nuclear contra la capital de Corea del Norte. De haberse hecho, Pyonyang y sus alrededores ya habría sido arrasada. Pero la raza extraterrestre que vive entre nosotros ha desactivado todos los misiles cargados con ojivas nucleares de que disponemos. Nuestro arsenal nuclear al completo. Y lo han hecho en unos minutos, pese a que no conocen nuestras claves. —Detectó sonrisas de alivio entre los periodistas presentes que reprobaban su forma de gestionar la crisis con Corea. Eran pacifistas convencidos, de los que creían en la paz incluso mientras pandilleros y asesinos los estaban matando en sus propias calles—. Cuando he ido a pedirle explicaciones, la Primera Dama me ha dicho que no podíamos seguir envenenando el planeta. El planeta —recalcó—. Eso es lo que les preocupa. No que nos matemos entre nosotros sino el planeta. Porque lo quieren para ellos. No sé la razón, pero sí sé que su objetivo es tratar de arrebatárnoslo.

La tensión del momento le había resecado la garganta. Y al alargar el brazo para coger el vaso le agradó comprobar que la mano ya no le temblaba. Bebió otro sorbo de agua mientras, con la mano libre, señalaba al periodista de la CNN que le pedía la palabra.

—Sí, señor Presidente. Lo primero que quiero decirle es que nos ha dejado a todos muy impactados. Esto es algo histórico...

Una parte de la cabeza del Presidente de los Estados Unidos dejó de escucharlo para ponerse a pensar en las consecuencias que podría tener lo que acababa de hacer.

LA AUTORIDAD ÚLTIMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora