Capítulo 3

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12 de octubre de 1.993

Querido amigo:

Lilly regresó después de dos días desde que te escribí la anterior carta y está muy rara conmigo. No sé lo que le pasa a decir verdad y he tratado de averiguar por mis propios medios qué le sucedió allá donde estaba, pero tampoco quiero imaginar que esté pasando lo mismo que me pasó a mí hace unos meses. Aunque me he puesto a pensar y creo que está en todo su derecho.

He descubierto una nueva canción y es de Bob Dylan, se llama Mr. Tambourine, ojalá la escuches porque es muy poética y me gusta. Tiene muchas metáforas y si la vas a escuchar, te recomendaría que lo hicieras cuidadosamente debido a que debes prestar mucha atención para involucrarte en ella. Es de los setenta. O eso creo.

En otras noticias, mi hermana le contó a mis padres lo que me había pasado el otro día y papá se enfureció demasiado. Dijo que «yo ya estaba lo suficientemente grande como para seguir con esa bobada». Mamá le respondió que era «un insensible» y que le extrañaba su actuar, además que lo «desconocía por completo». Ese día no sólo llamó a papá «insensible» sino que también llamó al psiquiatra que siempre ha tratado mi caso para iniciar nuevamente con el tratamiento. He ido como unas tres veces y siempre me pone a hacer las mismas cosas que hacía antes. Creo que me está aburriendo. Una vez estoy allá quisiera saltar por la ventana. No importa si debo morir pero supongo que eso sería mejor que estar contándole los problemas de tu vida que ni tú mismo sabes o entiendes a un completo desconocido.

El otro día, mientras me estaba hablando sobre mi infancia de nuevo, me le quedé mirando. No le prestaba mucha atención y sólo lo veía a los ojos, tratando de encontrar una persona atrapada detrás de esa bata blanca; una persona a la que no le gusta su trabajo pero está ahí sólo para ganar dinero. Ese día mientras lo estaba detallando, también me puse a imaginar qué hará el psiquiatra cuando llega a su casa. Supongo que primero le dice a su esposa:

—Buenas noches, querida.

Y ella sólo responde:

—Buenas noches.

Todos permanecen en silencio hasta que van a la mesa de la cena y mientras ella le está sirviendo el pavo remata con la típica pregunta de las esposas cuando acabas de llegar de tu trabajo y estás a punto de llevarte la primera cucharada de comida a la boca:

—¿Cómo te fue en el trabajo?

Él se queda pensando en qué fue lo más gracioso que le pudo pasar, pero como es un psiquiatra, nada de eso pasó jamás. Pero es que ellos, con todo el respeto de los psiquiatras que sí hacen bien su trabajo, tienen una cualidad interesante y es convertir tus historias en un chiste de circo, o al menos eso creo. Es por eso que me enfada tener que seguir hablándole de mi infancia. Creo que hará chistes de cuando papá me pegó delante de mi tía Helen. La verdad es que no quiero ir más.

Ese mismo día, mientras pensaba todo eso, tomé la determinación de llevar a cabo todo lo que estaba planeado. Decidí saltar por la ventana. Para mi suerte y quizá para la tuya también, su consultorio estaba en un primer piso y no me hice daño alguno nada más que un rasguño en mis rodillas debido a que caí en el asfalto. Radical.

Pero no me fui enseguida, no. Esperé escondido viendo entre ojos a través de la ventana. Debiste haber visto su cara cuando vio que yo no estaba ahí. Para partirse de la risa. Además de que había ido por un café caliente, se lo derramó todo en la bata blanca que su esposa debió haberle lavado la noche anterior. Si te estás preguntando si se quemó, debo decirte que sí a raíz de las caras que hacía. Se tuvo que quitar la bata y tiró la taza de café a un lado partiéndola. Luego de eso, empezó a tirar todos los documentos que había en su escritorio ordenado y pulcro característico de todo psiquiatra y gritó:

—¡Odio mi trabajo! Maldito chico irreverente —refunfuñó.

Esa fue su última sentencia. Sólo estaba esperando que alguien llegara y lo hiciera caer en cuenta de que odia su trabajo y a los chicos de paso. Bien por mí y bien por él porque después de esto no creo que quiera atender mi caso más nunca. Aunque por dinero supongo que lo haría.

Ese día cuando por fin me deshice de la incómoda cita con el psiquiatra, decidí ir a visitar a Lilly a ver cómo estaba y que me contara cosas de su viaje. Cuando llegué a su casa su madre no estaba y supuse que no estaría por un largo rato porque cuando regresa pronto, se lleva las llaves y deja la casa cerrada incluso con Lilly dentro de ella. Esta vez, le dejó las llaves a Lilly.

Iban siendo como las siete ya y supongo que mis padres debían estar como locos buscándome después de lo que el psiquiatra les dijo lo que hice. Lilly me dijo:

—Charlie, quiero ver las estrellas una vez más.

Era raro lo que me decía porque había cielo nublado esa noche y ella siempre sabía que sólo podíamos ir cuando estuviese despejado.

—No hay estrellas esta noche, Lilly —dije mientras íbamos caminando hacia el parque porque era hacia allá donde nos dirigíamos. Ella respondió:

—Sí las hay, Charlie. Aunque no las puedas ver, ellas siguen allí a pesar de todas las nubes y el polvo espacial que te impide ver su luz.

Recordé a Patrick y a Sam por alguna razón.

—Es algo referente a nosotros, ¿verdad? —le dije.

—No precisamente, pero sí. Verás, tengo que decirte algo pero será cuando la noche acabe y ahí entenderás.

—Está bien —respondí.

Cuando llegamos al parque afortunadamente ahí sí había cielo despejado y nos acostamos en una pequeña colina. Tratábamos de buscarle formas a las estrellas, me refiero a que buscábamos constelaciones. Ella decía:

—¡Mira, Charlie, la Osa Mayor!

Y así con algunos nombres que se sabía. Era gracioso y yo sólo reía. Era gracioso porque de las pocas que dijo, sólo acertó en una. Pero es que era tanta su alegría «nombrando constelaciones» que no quise interrumpirla y corregirla porque, de hecho, yo sí las conocía.

Hay quienes dicen que debes corregir en público a tus semejantes si se equivocan, pero con Lilly era un caso totalmente distinto. Esta podría ser la última vez que estuviéramos juntos así de felices porque uno nunca sabe si morirá ese mismo día, o si esa persona se irá para siempre y no la volverás a ver. Yo la verdad no quería arruinar el momento diciéndole cuáles eran verdaderamente los nombres de las constelaciones pero tampoco quería que ese momento acabara. Quería seguir viendo más estrellas. Mientras ella seguía hablando cuando visitó un planetario en la cuidad donde estaba, yo la besé. Esos besos terminaron en algo más y creo que esa vez los dos finalmente sí terminamos viendo estrellas. ¡Vaya estrellas!

Eran ya como las diez y recordé que en casa me estaban buscando y salí como caballo en carrera y la agarré de la mano, corrimos hasta su casa. Cuando estábamos ahí, me dio un beso y mientras teníamos nariz contra nariz, le dije:

—¿Sabías que eres mi cielo lleno de estrellas?

—Y tú eres la constelación más linda que existe en mi universo —le contesté.

Una pequeña lágrima le brotó de su ojo pero yo no le dije nada, quise pensar que había sido por el momento. Me besó en la mejilla y al instante, se fue caminando hacia la puerta. Le dije con voz alta:

—¿No te despedirás?

Ella respondió:

—Las despedidas dejaron de existir para mí, Charlie. Te amo.

—Sí, y yo más.

Esa noche regresé a casa y encontré a mis padres furiosos como nunca. Me regañaron y me dijeron que estaba castigado. Hasta ahí escuché porque me pasó lo mismo con mamá mientras hablaba, que lo que me pasó con el psiquiatra esa tarde en su oficina: sólo la oía, mas no la escuchaba. Me quedé perdido en sus ojos bien abiertos mientras recordaba esa frase, quizá la mejor que me hayan dicho «tú eres la constelación más linda que existe en mi universo».

Con cariño,

Charlie

Las Ventajas de Ser Invisible 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora