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"Un entierro no era un acontecimiento inusitado [...] Ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del camino que conducía al cementerio y los perros seguían con rutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna..."

Ya me conocía la obra de Otero Silva, que sin problemas, repasaban mentalmente, así se sentía la ruta al cementerio, podía escuchar las voces exhaustas de quienes cargaban mi urna, no fue a petición, nada de obligación, el sentimiento voluntario de los jóvenes de la familia, los motivo la tradición de cargar la urna hasta el final.

Mis sobrinos apenas lloraban, llorar no era lo que se esperaba de los hombres pero en esos casos yo me negaba, y lloraba como una nena, aunque significara un encuentro con la correa de cuero de mi padre, el que ahora cargaba bajo el peso de la pesadumbre, la urna de su hijo.

Al llegar, sentí el golpe seco de su frenar, supe que era la hora de las despedidas, de los verdaderos llantos pero ya estábamos muy exhaustos para llorar, hasta mi mujer dejo de llorar, no sé cómo logró mostrarse tan desconsolada cuando llevaba un vida que no tenía ni una décima de mi ser. Era una verdadera actriz.

Fuí depositado por hombres y nombres que no recordaré jamás, sentí como arrojaban cosas a mi urna, sentí la partida de mis monstruos, los últimos lamentos de los seres que sí me amaron, sentí el aliento de una nueva vida, y lloré, lloré por todo y lloré por nada, a la vez, y la muerte acaricio los hilos que cosían con fuerzas mis ojos y reía al ver como deseaba soltarme de aquella terrible desesperación que me atacaba, una ola de arrepentimiento más fuerte que las anteriores- como cuando el mar bate sus furias contra el barco a media tormenta, ahogando a sus tripulantes y golpeándolos hasta que gritaran con todas sus fuerzas a Dios por una salvación- una fuerza brutal removió todas mis extremidades -y las del niño también- mientras tierra caía en mi tumba, morí desando nunca haberlo provocado.

¿Hice lo correcto?

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