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—No puedes ayudarme —dijo y sus palabras, como cuchillos afilados, traspasaron un corazón que luchaba por no quebrarse—. No hay nada que puedas hacer por mí.

La indiferencia y la frialdad acompañaron sus declaraciones los días siguientes. No quería hablar, no quería escuchar y mucho menos quería mirarla. Bellatrix se mantuvo impasible a sus llamados, a sus peticiones, a sus suplicas silenciosas que rogaban por una oportunidad para demostrarle que podía hacer bien las cosas.

Bellatrix no cedió. No volvió a lanzarle miradas indiscretas entre clases, a llamarla en los pasillos, a exigir su atención en algún rincón oscuro del castillo. Bellatrix levantó una gruesa pared de ladrillos y concreto entre ellas, acrecentando las distancias y el dolor.

Y su corazón se desgarró de sufrimiento. La enloqueció, la desesperó. La quebró por dentro de tan distintas y dolorosas maneras que pronto —un par de semanas, un par de meses— su reflejo se hizo irreconocible. Era poco más que los presos de Azkaban, era poco más que un cuerpo sin alma condenado a vagar en círculos por el resto de la eternidad. Solo un poco más consciente —para saber que ya no estaba—, solo un poco más cuerda —para saber que no volvería—.

La vida —¿qué era la vida?— no hizo más que complicarse. Su estado no iba a seguir siendo ignorado. La gente a su alrededor —tal vez conmovida, tal vez asqueada— no soportaba verla consumida por el dolor. En contra de su voluntad, la arrastraron a la enfermería. La empujaron a una cama. Vertieron todo tipo de pociones por su garganta. Querían reanimarla, devolverla a la vida.

¿Para qué? Si ella ya no estaba.

Pasó días enteros en la enfermería, postrada a una cama, recibiendo cada día nuevos rostros en su aparente lecho de muerte. Sus hermanos angustiados, sus padres preocupados, sus amigos afligidos. Sus miradas exigentes clamaban por una explicación, una razón. Nunca dijo nada. Confesar la verdad —lo que era, lo que eran— la habría matado. No la delató, no podía traicionarla.

No podría haber vivido con ese peso. ¿Cómo iba a poder? Si la quería tanto que haría cualquier cosa que le pidiera. Darle su vida.

No puedes ayudarme. No hay nada que puedas hacer por mí.

Tumbada sobre un colchón mullido y unas impecables sábanas blancas, se aferró a la esperanza. Tenía fe de que ella se apareciera en la enfermería. Lo haría en la noche, cuando no habría nadie para verla. Se escabulliría por los pasillos, esquivaría a los profesores y amenazaría a los prefectos. Entraría a la enfermería y se deslizaría con gracia bajo las cortinas alrededor de su cama. Se sentaría a su lado, sobre el colchón, y la miraría ociosamente.

—Eres patética, Bones —le diría. No sin razón—. Mira que ponerte así por...

La oración se quedaría en el aire, a propósito. Disfrutaría hacerla sufrir, se lo confesó alguna vez, mientras sus largas uñas desgarraban la carne de su espalda.

Amelia no iba soportarlo por mucho más tiempo.

—¿Por qué?

—Por mí —respondería con una enorme y presuntuosa sonrisa. Y luego se reiría a carcajadas, mofándose de su condición a viva voz, burlándose abiertamente de las razones que la llevaron a ese estado, y, a pesar de todo, Amelia se sentiría más viva.

Pero esperó en vano. Se desveló noches enteras por una causa perdida. Bellatrix nunca llegó a visitarla.

Después de que le dieran el alta —cuando las enfermeras reconocieron que ya no podían hacer más por ella— anduvo por el castillo como un fantasma más. Su cuerpo se movía por su cuenta, por puro instinto. Ella no era más que la sombra de lo que un día fue. Antes, cuando tenía una razón, un sueño, un amor.

Amor, dolor | BELAMELIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora