II

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II

Mil novecientos setenta y ocho. Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. Miércoles por la mañana. Edward Bones Tercero estaba sentado sobre una silla de madera. Cabeza gacha, hombros caídos. Lloraba, inconsolable.

Estaba roto, destrozado. Perdido. Difuso. Destrozado.

Le tomó mucho tiempo encontrar su voz, encontrar las palabras. Hablaba con autoridad, con fuerza. Era una súplica sincera convertida en orden. Desde el fondo de su corazón.

—Deserta.

Y, a pesar del nudo en su garganta, la sensación de vacío en el pecho y lo mucho que quería ponerse a llorar y gritar y romper todo lo que tuviera a su alcance, encontró una manera para responderle. Con calma, con serenidad, como si no estuviera muriéndose por la pronta y fatal partida de sus padres.

—No puedo.

—Larguémonos de aquí. Después del funeral, vayámonos a otro país. Ya no tenemos nada aquí. Lo perdimos todo.

Él tiene razón.

—No puedo dejar el ministerio. Me necesitan.

Edward se levantó con tan fuerza que la silla se estrelló contra el suelo, sobresaltando al resto de heridos. A él no le importó.

—Eres lo único que me queda —dijo en voz alta, mirándola fijamente a la cara. Ya ni siquiera reconocía el rostro de su hermano. ¿Por qué el mundo tenía que ser tan cruel?—. Eres todo lo que me queda, Amelia... Papá y mamá... Edgar... Y casi... Creí que te perdía... ¿Qué hay de mí? ¿No piensas en mí? ¿No soy importante para ti?

Se tragó su dolor. Puso gruesas paredes invencibles a su alrededor y se refugió en ellas. Edward nunca lo entendería y tampoco había otra manera.

—No actúes como un niño pequeño. Sabes muy bien que...

Él no se quedó a escucharla. Amelia sintió su partida, pero no intentó detenerlo. Quería estar sola y pasar su duelo alejada de las miradas de lástima.

Ojalá pudiera levantarse e irse, pero le dolía cada centímetro de sí. La magia oscura dejó secuelas. No bastaban para matarla, pero sí para mantenerla tumbada en una cama mientras el mal se expandía.

Hubiera sido más útil estando muerta. Habría sido mejor. Muerta, no sentiría más, no sufriría más. Muerta, sus acciones no la torturarían. Muerta, sus recuerdos no se confabularían con su consciencia para gritarle que era una traidora a la causa. Muerta, no le dolería el corazón.

—Reciba mis más sinceras condolencias. Tuve la fortuna de conocer a sus padres y eran un mago y una bruja excepcionales, de gran talento y altruismo. El mundo mágico ha perdido mucho.

Amelia asintió, desganada. Había llorado en silencio por muchas horas. No tenía fuerzas para hacer nada más.

Le gustaría que la visita de Barty Crouch se limitara a extender sus formales condolencias y se largara de una vez. Pero, consciente de que sus razones eran completamente diferentes —dos de sus aurores se mantenían al lado de su cama, lanzando miradas de advertencia al resto de pacientes mientras los otros cuatro vigilaban la puerta; eran más de los necesarios, había algo raro en todo eso—, decidió tomar al toro por las astas.

No era una visita normal. Él no estaba allí para escuchar su descargo porque —incluso si su versión no satisficiera a sus colegas— no había sentido para que Crouch se presentara en persona a exigir respuestas. Y hubiera sentido miedo si tuviera la capacidad de sentir algo, pero el hueco en su pecho se tragaba cualquier otro sentimiento que no fuera la agonía y el dolor. Si él sabía lo de Bellatrix, si iba a inculparla por eso... Bueno, ella lo admitiría sin problemas.

Amor, dolor | BELAMELIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora