III

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III

Susan tenía las mejillas llenas de vida. Los ojos brillantes de emoción. Era una niña hermosa, llena de alegría y de luz. Y había crecido en un mundo en paz, ajena al dolor y la pérdida.

Era su pequeño gran orgullo, su mayor tesoro. La había visto convertirse en una adorable bebé a una niña llena de energía. La amaba como si hubiera nacido de sus propias entrañas. Era como una hija para ella y Amelia se había jurado protegerla a toda costa, a cualquier precio. Doliera lo que doliera, se aseguraría de que Susan tuviera un futuro y la libertad para ser feliz.

Susan la admiraba fervientemente, la amaba y la respetaba. Continuamente decía que, algún día, cuando creciera, se convertiría en una bruja muy poderosa, como su tía. Su ejemplo a seguir.

No tenía idea que, siendo lo que era, solo una niña pequeña, ya era mejor que ella en todos los aspectos.

Cuando cumplió once años y se apareció en su casa con una enorme caja. Tenía allí todo lo que juzgó que le gustaría a su sobrina, aunque no dejaba de creer que se había quedado corta.

Susan descartó los regalos enseguida. No le importaban. Solo quería abrazarla, trepar por sus hombros y luego agitar una carta con el inconfundible sello de Hogwarts sobre sus narices.

Le recordó un poco a ella. Había hecho lo mismo con su padre. Y él le compró su varita el día siguiente. Y se dedicó a darle pequeñas lecciones de magia. Y le dijo que era magnifica, que estaba destinada a convertirse en la mejor bruja de todos los tiempos. Que estaba orgullo de ella. Que moría de ganas por ver cuán lejos podía llegar. Y ella se llenó de emoción. Ama y admiraba a su padre, era un gran mago, y ella quería ser como él.

Amelia llevó a Susan al Callejón Diagon al día siguiente. Le compró una varita, un caldero, las túnicas y todos los libros de hechizos que iba a necesitar. Le compró todo lo que quiso, todo lo que pidió. Llenó sus bolsillos de dulces de todos los colores y tamaños, le compró un helado enorme y una lechuza.

—Escríbeme. Quiero saber cómo estás.

—¿Todos los días?

—Sí, si eso es lo que quieres.

Susan sonrío.

—Iré a Hufflepuff, sé que lo haré. Y luego me convertiré en una gran bruja, igual que tú.

Se le estrujó el corazón. Se recordó en Susan. Ella dijo lo mismo muchísimos años antes. Se lo dijo a su padre. Su padre sí era digno de admiración. Pero, ¿y ella? No se merecía que Susan la mirara con tanto fervor. Si ella supiera...

Colocó su mano sobre su cabellera. Era pelirroja, como su difunta abuela. Y tenía la cara redonda, como Edgar. Y la sonrisa de Edward. Y la nariz de su madre, Rebecca. Pero los ojos, los ojos azules, eran los de su abuelo. Los mismos de Amelia.

—Lo harás. Yo creo en ti.

Lloró cuando estuvo sola otra vez. Tumbada sobre su cama. En su apartamento en un barrio muggle. Lloró sobre sus sabanas. Recordando lo que era. En lo que se había convertido. Intentando sacarse toda la tristeza del pecho.

Pero no había manera.

Era su maldición. Su pecado. Su cruz, como le llamaban los muggles.

No puedes culparme, yo te advertí lo que pasaría si seguías siendo tan necia. Te lo dije y no me hiciste caso. Ahí tienes las consecuencias.

«Tranquila. No te estoy acusando de nada».

¿Entonces? ¿Por qué estás llorando?

«No lo sé. Creo que me hecho una mujer muy triste».

Amor, dolor | BELAMELIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora