VIII

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VIII

Una lechuza blanca golpeó el vidrio de la ventana. Era muy tarde.

—¿Esperas algún mensaje?

—No —respondió Susan. Se acercó a la ventana, la abrió y el ave voló hasta colocarse sobre la silla de madera.

Identificó el folleto morado amarrado a su pata y todo cobró sentido. Soltó un largo suspiro y se lo quitó. La lechuza se marchó.

—¿Qué es?

Por toda respuesta, Amelia le extendió el folleto a su sobrina. Susan lo tomó, lo abrió y empezó a leer. Cuando acabó, suspiró con pesadez y la miró con una enigmática sonrisa.

Parecía mucho más mayor ahora, mucho más acabada. Ese no era el rostro de una muchacha de dieciséis años. La guerra empezaba a pasarle factura.

—¿Cuál es mi sabor de helado favorito?

—Fresa —respondió Amelia, sentándose en la silla—. ¿Cuándo es mi fecha de cumpleaños?

—Eso es muy fácil de averiguar, tía. Si de verdad quisiera asegurarme de que seas tú... te preguntaría... ¿Cuál es mi fecha de cumpleaños?

—Tres de junio de mil novecientos ochenta.

—¿A qué hora?

—Dos de la mañana, fue un parto complicado y la pobre de tu madre no durmió nada.

Susan sonrió de oreja a oreja y se dejó caer en su cama.

—Entonces no hay duda de que eres tú —dijo y luego suspiró de vuelta—. ¿Será suficiente con eso?

—Todo estará bien —murmuró Amelia. Susan apenas reaccionó y no se lo reprochó, ella tampoco se lo creía.

—Lo sé, tía. No me has mentido ni una sola vez.

Se quedaron en silencio por un momento. Hacía apenas dos días que Susan había regresado de Hogwarts. Amelia fue a recogerla en persona. Su sobrina —y el resto de sus compañeros— salieron del tren con extrañas miradas de incertidumbre. Muchos corrieron a abrazar a sus padres y ellos correspondieron con mucho ánimo.

No era de extrañar. Esos niños crecieron en un mundo sin Voldemort, pero oyendo las historias que se contaban sobre él. No tenían idea de lo que se avecinaba, por eso estaban tan confundidos.

Incluso vio a Narcissa Malfoy, completamente sola. Todavía miraba a todos con altanería, pero una vez que su hijo bajó del tren —tenía cara de atontado y el uniforme sucio— se marcharon tan rápido como pudieron. La gente nunca dejó de mirarlos.

—Quiero que tengas algo.

Susan la miró con curiosidad. Amelia hurgó en el bolsillo de su capa. Extrajo su reloj de oro, el mismo que su padre le regaló hace casi treinta años atrás. Estaba impecable, siempre había sido cuidadosa con sus cosas y esa era una de sus posesiones más valiosas. Le había pertenecido a Edward Bones, y también a su padre y al abuelo de este. Era una reliquia de la familia, entregada siempre a la próxima cabeza de la familia.

Se lo entregó cuidadosamente. Sintió un tirón extraño en el corazón cuando la cadena dejó de tocar su mano. Susan la miró con ojos vidriosos y agradecidos.

—Esto... Yo, pero... Todavía no cumplo los diecisiete...

—No importa —respondió Amelia porque era la verdad—. Considéralo como mi regalo de cumpleaños adelantado.

Susan encerró el reloj con su mano. La expresión en su rostro se contrajo de preocupación.

—Si lo dices así...

Amor, dolor | BELAMELIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora