Prólogo

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La depresión no pide permiso. Ella entra como esa cariñosa que te brinda calor cuando le lanzas billetes, y te deja vacío cuando te encuentras en un momento sensible.

                                     ~Kendall.

La suave pero gélida ventisca nocturna era el estímulo perfecto para que los testículos del joven se encogieran. A pesar de ello, ya no le importaba si su entrepierna estaba adolorida, o con el ligero ardor en el glande, su objetivo de haber tenido intimidad con la mujer no mayor a los cincuenta años que manejaba el llamativo auto deportivo morado se había cumplido. El resto de problemas que ocasionaba ser dejado en una esquina poco transitada de las calles más peligrosas de la ciudad eran aminorados por sentirse satisfecho a secas. Incluso si una banda de pandilleros en la contraesquina lo miraban entre susurros, o si el vendedor de la licorería a tres locales cerrados tenía la atención en las coquetas interacciones con la dama recién divorciada y él.

—¿Estarás disponible para mañana? —preguntó la mujer, junto a una pícara descarada sonrisa dirigida al chico recargado en la ventana del copiloto.

El joven de cabello negro ondulado y facciones delicadas se tomó su tiempo antes de responder, deleitando a la señora de lonjas remarcadas alrededor del torso, resaltadas por el ajustado vestido anaranjado en una pieza que llevaba puesto.

Sonrió, imitando la misma vibra de ella y dijo:
—Si es por usted y sus sensuales llantas de grasa, puedo estar disponible desde que sale el sol. ¿Cuánto colágeno necesita?

La castaña canosa se echó a reír del chiste de mal gusto para quien no conociera el humor de Kendall, con el que mantenía una libertina relación desde hace unas cuantas semanas.

—Pasaré por ti cuando salgas de la escuela.

—Según usted, mañana tiene casa sola —de los bolsillos de su ajustado pantalón negro sacó una goma de mascar sabor mora azul que llevó a la boca, de manera lenta para goze de su amante—. Estaría de puta madre faltar a clase por un día.

—Nada de eso, muñeco. —Se quitó el cinturón de seguridad para ir hasta el rostro del chico y robarle un apasionado beso en los labios, todavía dentro del coche—. Ya pagué para que adelantaran tu graduación. Recuerda nuestro acuerdo: la escuela va primero.

—¿Qué más da? —respondió con una pregunta, indiferente—. Mañana es mi último día.

—Exacto —apretó una mejilla del chico, al tiempo que le daba otro beso—. No deberías faltar. Es suficiente con que recojas tu diploma.

—La que paga manda —soltó unas leves risotadas antes de alejarse del deportivo, siendo detenido por la mano de la mujer que sujetó el cuello de la camisa guinda puesta para acercarlo a ella.

—Descansa. Trata de no darte placer en la noche. Mañana festejaremos que tienes la preparatoria terminada.

Tras otro intercambio de palabras y uno que otro atrevimiento de la mujer al reclamar los labios de Kendall, finalmente permitió que el joven bajase. Encendió el auto y arrancó, no sin antes dejar un par de billetes por la atención especial que recibía del pelinegro.

Las angostas calles de la zona sur de Ishkode —capital del país— era muy popular por ser la vivienda oficial de las personas prominentes de los países latinos, la guardería de gente con una calidad de vida inferior al de la clase media. Por ende, era común que hubiese un ladrón en cada apestoso callejón de las descuidadas calles repletas de basura y grafitis en las bardas y paredes de las casas, locales y edificios que hace mucho no recibían mantenimiento.

No era sorpresa escuchar las sirenas de las patrullas y ambulancias yendo a toda prisa sobre la pista, o que la primera plana de los periódicos trate sobre los nueve asesinatos al día en la zona sur de la capital, principalmente en los lugares que Kendall concurría. Como en las desprotegidas colonias telometo y porelano, donde cada dos semanas eran visitadas por un escuadrón policial que arrestaba a secuestradores y traficantes, sacándolos de las moradas que ocupaban para cometer sus fechorías.

¿Y por qué no somos sinceros?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora