Cinco gestos en la cara: final

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La planta más alta del edificio estaba compuesta por puras habitaciones de alquiler, tal y como Margarita lo había mencionado.

En vez de tener las apariencias de un hotel, el lugar parecía un laberinto lleno de puertas que componían los tenues pasillos tapizados de color turquesa, donde cerca del ascensor se encontraba una pequeña recepción atendida por una mujer regordeta de segunda edad.

—Las habitaciones sencillas están a trescientos cincuenta pílares por tres horas. Las más grandes salen en quinientos por tres horas —dijo la portera—. ¿Cuál van a querer?

Yoko volteó a Kendall con la intención de que diera una respuesta.

—¿Las habitaciones baratas tienen cama para dos? —preguntó el chico tras un largo bostezo—. Es lo único que necesitamos.

La mujer quedó viendo a Kendall con cierta culpabilidad, a la par de Yoko que crispó los ojos del comentario soltado como si nada, dado que dichas palabras no fueron con la intención de parecer que harían algo indebido. Pero que los dos fuesen unos jóvenes adultos alquilando una habitación, el chiste se contaba solo.

—Los cuartos económicos tienen televisión por cable, un baño con regadera y una cama individual. Las habitaciones premium cuentan con pantalla conectada a internet para dos plataformas con películas y series, una cama matrimonial. También tiene un baño con tina para darse un baño de espuma.

—Queremos la premium, por favor —se anticipó Yoko, con la intención de tomar un largo baño de espuma. Pagó con el cambio que le sobró de la farmacia, aceptó la llave en cuanto la recepcionista les dijo el número de su habitación.

Ya que su estadía en el centro comercial terminaría hasta la media noche —y apenas eran las nueve con quince— fue que tomaron la decisión de recoger la comida que consumían al tiempo de beber refresco de cola y ver una película. Pese a que la comida resultó ser para cuatro personas, el par devoró todo en menos de quince minutos. No dejaron nada. Ni cortezas de pizza, o ingredientes de las hamburguesas.

—¡No jodas, chinita! —exclamó Kendall, con evidente sorpresa—. Nos tragamos todo, literal. A este paso terminaremos diabéticos antes de los treinta.

—Podemos hacer ejercicio —terminó la gaseosa, bebiendo directamente de la botella de tamaño familiar al igual que Kendall—. Aunque tienes un punto. A partir de mañana comeremos más sano. Ni modo, le diremos adiós a las milanesas, la comida china y a las sodas que te gustan.

—Prefiero hacer ejercicio —objetó de inmediato, negándose a abandonar los deliciosos platillos preparados por ella—. Si quieres podemos salir a correr, inscribirnos a un gimnasio, practicar un deporte. ¿Yo qué se? —aprovechando que ambos estaban muy cerca, sentados sobre el borde de la cama, tocó una pierna de Yoko—. Pero si lo que te gusta es el cardio —sonrió de forma maliciosa— tenemos toda la noche para desquitar lo que comemos. En lo personal, te recomiendo el cardio. Ya demostramos que podemos hacer buena dupla.

Tan impredecible como en cada rara ocasión, ella alejó la caja de la pizza junto a las envolturas de las hamburguesas fuera de la cama, tomando a Kendall para acostarlo y quedar encima de él.

—Me gusta la idea del cardio —compartió la misma sonrisa que su compañero— desgraciadamente mereces un castigo por hacer enojar a su majestad —ejerció peso sobre sus posaderas encima de la cintura de Kendall—. No puedo premiarte por cada vez que me hagas dudar de lo que sientes por mí.

—Creí que ya lo habíamos resuelto —replicó Kendall, rodando los ojos.

—Lo hicimos —con la yema de los dedos dibujaba garabatos sobre el pecho del chico— pero el mal rato nadie me lo quita.

¿Y por qué no somos sinceros?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora