Revoloteo en la jaula

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Childe amaba las mañanas en que despertaba junto a Lumine.

Adoraba sentir la calidez que irradiaba el pequeño cuerpo, el cómo podía abrazarla con fuerza y ella dejaba escapar una queja infantil sin separarse de él. Su característico olor a flores y estrellas lo calmaba y animaba, su rostro somnoliento le arrebataba una sonrisa y, a veces, no podía evitar reírse del caótico peinado mañanero de la rubia.

Las sensaciones que le provocaba Lumine eran familiares y cálidas, si fuera por él, estarían juntos cada noche. No entendía la fuerza de sus sentimientos, no era capaz de darles un nombre, pero no deseaba separarse de ella.

No se detuvo a pensar si ella sentía lo mismo, la posibilidad de ser rechazado ni siquiera cruzó por su mente.

Es por eso que la mañana posterior a su "día especial" esperaba que la rubia lo recibiera como cada mañana en que despertaban juntos: una mirada aturdida, un bostezo y un somnoliento "buenos días".

No esperaba encontrar la cama vacía y las sábanas frías. Tampoco su inesperada ausencia en el desayuno ni que las sirvientas le informaran que la niña se negaba a salir de su cuarto.

Fue a buscarla, pero no importó cuánto intentara convencerla de salir, solo escuchaba "¡Vete!" y "¡No!" como respuesta. Childe frunció sus cejas en confusión y frustración. No comprendía el cambio de actitud de su amiga, el día anterior había sido divertido y ameno. ¿Había ocurrido algo entre que se durmió y despertó? Las posibilidades eran diversas: desde alguien acosando a Lumine hasta sus hermanos amenazándola. Empuñó sus manos en señal de frustración y junto su frente en la madera de la puerta. Escuchaba un leve sollozo.

―Lumi.... Por favor... dime qué ocurrió...

No hubo respuesta.

Suspiró.

Se quedó en el lugar, sentado en el suelo, esperando que la rubia abriera la puerta hasta que un sirviente le aviso que casi era hora de sus lecciones.

Childe asintió con la cabeza y miró la puerta por última vez.

―Debo irme, Lumine.... Si quieres puedes faltar a tus clases... pero come algo, por favor.

A medida que se alejaba, el pelirrojo empezó a sentir una molestia en su pecho. No supo identificar la desolación.

Por su parte, la rubia permaneció pegada a la puerta, escuchando cómo los pasos se alejaban de su cuarto. Se frotó los ojos con ambas manos y se arropó con más cuidado en la manta que la cubría.

Una hora después, llegó puntualmente a su clase, pero no participó con el entusiasmo de siempre. La única clase a la que faltó fue la de esgrima.

Childe esperó hasta que anocheció y nuevamente fue a buscarla a su cuarto.

La puerta continuó cerrada.

La situación se mantuvo igual por unos días. Los sirvientes murmuraban conjeturas sobre el cambio de comportamiento de la rubia. Cada vez que intentaban preguntarle qué había ocurrido, ella reprimía lágrimas y se retiraba de la forma más respetuosa posible. No habían muestras de hostilidad, tampoco berrinches, solo lágrimas silenciosas y escapadas poco llamativas.

En las comidas de la familia Real, los hermanos adoptivos de Childe lo interrogaban sobre la inesperada ausencia de su compañera de juegos. Excusas salían de la boca del pelirrojo con naturalidad, pero ante la insistencia de los otros príncipes, a veces gritaba o los retaba a un combate. La Zarina lo calmaba con una simple mirada.

Ante el ceño fruncido y el puchero de su hijo menor, la monarca buscaba una explicación en Pulcinella, quien solo negaba con la cabeza.

Nadie sabía qué había ocurrido.

El pájaro de Tartaglia (chilumi / re-publicado)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora